Este confinamiento está sacando lo mejor y lo peor de nosotros. Esta es una de las frases que más leo y que más escucho estos días en medios de comunicación o en redes sociales. Lo cierto es que hay seres que deberían ponerse una mascarilla continua en la boca o en los dedos para dejar de verter toda la suciedad que les habita y que no hay gel capaz de desinfectar. Es una pena asumir que los trolls no son solo personajes grotescos de cuento, sino que campan a sus anchas entre nosotros, dejando un olor fétido a su paso.
Pero no voy a dedicarles a ellos esta página sino a los otros, a los que sí que se lo merecen y a quienes visten de verde nuestras mañanas. Se la dedico a los vecinos del edificio de enfrente, con los que ayer estuvimos bailando I will survive entre risas, a mi vecina Érika, quien amenaza con cogerse de mi trenza y subir a darme un achuchón en cuanto todo se temple, o a esos amigos de ciudades y destinos lejanos que me escriben todos los días solo para saber cómo estoy.
Me gustan sus aplausos, los de todos, cómo suenan las sirenas de la policía y de las ambulancias cuando pasan por nuestra calle para saludarnos y recordarnos que siguen haciendo ruido y los gestos bonitos que me estoy encontrando cada día al otro lado del teléfono o del correo electrónico.
Clientes que se visten de amigos y con los que compartimos hoy mucho más que trabajo y proveedores que antes de nada te preguntan cómo estás y en qué pueden ayudarte. Porque ahora lo importante ya no es la temporada ni son los números. Lo realmente esencial es que, cuando todo esto termine, porque acabará, no tengamos que llorar ausencias y podamos dar esos besos que nos estamos guardando.
Si perdemos comodidades, si debemos dejar de viajar por el mundo y volver a recorrernos esta España tan completa y tan preciosa que nos contempla rota, no pasará nada. Iremos menos a restaurantes y más a casas, y recuperaremos picnics en playas y paseos con un bocata en la mano, como hacíamos de pequeños y como vestimos nuestras infancias preciosas en las que no nos faltó nunca de nada, pero donde nos enseñaron también que los caprichos y los lujos no se pedían más que en los días de fiesta.
Vamos a perder. Sí. Es mejor que comencemos a asumirlo. Nos subirán los impuestos para equilibrar las medidas que se están adoptando y muchos negocios no podrán sobrevivir, subirá el paro y volverá el miedo. Será un miedo distinto, pero se instalará también en nuestras tripas y en nuestros sueños. Y aun así, sin embargo, si no nos golpea el bicho en la cara y nos roba lo que más amamos, no debemos quejarnos, porque de las caídas siempre nos hemos levantado.
Yo no quiero despedidas, sino nuevos abrazos, así que vamos a seguir quedándonos en casa el tiempo que sea necesario para que lo importante vuelva a estar en la cima de nuestras preocupaciones.
Cuando nuestro mundo vuelva a girar y deje de hacerlo tan despacio, volveré a poner algún día música a las ocho de la tarde para no olvidarme de los días en los que bailar era un lujo. Volveré a decir «te quiero» tanto como lo estoy haciendo ahora y volveré a confiar en los que me regalaron sus sonrisas cuando más frío tenía.
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