La temporada que ahora acaba pasará a la historia por ser una de
las más negras que se han vivido en Eivissa durante los últimos
lustros. Como si de una maldición se tratara, desde finales de
junio hasta agosto se sucedieron las malas noticias.
Abrió la temporada negra la huelga de transporte discrecional,
que desde el último día de junio y durante tres jornadas puso en
jaque al aeropuerto, que a punto estuvo de cerrarse al tráfico
aéreo. Las imágenes del primer día recorrieron media Europa:
centenares de personas hacían una cola kilométrica para coger un
taxi, o recorrían tres kilómetros para subirse a un autobús. Pocos
días después, el 12 de julio, otro susto: debido a la dimisión
masiva de los pilotos de la dirección de vuelo, Iberia suspendía
sus operaciones, una decisión que sólo se mantuvo cinco horas pero
que hizo temblar, una vez más, los cimientos del turismo.
Los turistas asistieron, por enésimo año consecutivo, al
espectáculo del tramo de las discotecas: los jóvenes cruzan en masa
la carretera Eivissa-Sant Antoni cuando acaban los espectáculos de
las salas de fiestas, provocando unos colapsos de tráfico
monumentales, además de jugarse la vida. Ni siquiera la
intervención de la Guardia Civil aliviaba la situación, como se
pudo comprobar el 16 de agosto. Para entonces ya funcionaban los
semáforos prometidos por el Govern balear, que no comenzaron a
operar hasta principios de agosto, eso sí, con serias
deficiencias.
El colmo de la desgracia ocurrió el 16 de julio, cuando una
intensa lluvia desbordó la red de pluviales y convirtió la ciudad
de Eivissa en una inmensa laguna de detritus. Durante horas, los
turistas chapotearon entre restos de heces y pudieron aspirar el
hediondo aroma de una ciudad cuyas obras en el alcantarillado, de
coste multimillonario, no han servido hasta ahora para nada.
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