Pepita ‘Marc’. | Toni Planells

Pepita Roselló Prats, Pepita ‘Marc’ (Sant Antoni, 1947), ha sido testigo de la transformación de Sant Antoni, desde su infancia en un pueblo tranquilo hasta la llegada del turismo y los cambios sociales que conllevó. Asumió la presidencia del Club de Mayores de Sant Antoni, cargo que desempeñó con dedicación durante 15 años. Ahora, jubilada de esta responsabilidad, sigue disfrutando de su pasión por viajar y de la vida en su querido Sant Antoni, del que recuerda episodios de su juventud.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en pleno Sant Antoni, en Can Joan Marc, en la calle Obispo Cardona, que era la casa de mi familia. Yo fui la tercera de las cuatro hijas que tuvieron mis padres, Joan ‘Marc’ y Maria de Can Jurat, de Benimussa.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi madre siempre se ocupó de la casa y de nosotras. Mi padre gestionaba sus fincas. Él era el segundo de 10 hermanos y heredó distintas tierras de su madre, que era de Can Marc —Cas Ramons o Es Pla, por ejemplo—, además de las que heredó mi madre en Benimussa. En todas las fincas había ‘majorals’ y él iba controlando su explotación. Viajaban mucho, casi siempre en viajes organizados por la Iglesia a Lourdes o a Fátima. Mi madre siempre vestía de payesa, como todas las ibicencas de la época. Para uno de los viajes, mi padre llegó a hablar con uno de los compañeros de viaje, Pepe de La Mutual, para ver si sus mujeres debían viajar vestidas de payesa. Decidieron que seguirían así, así que mi madre y las demás viajaron a distintos lugares como payesas. No fue hasta un viaje a Jerusalén cuando fueron ‘vestides de senyora’. En sus viajes solían llevarse a las hermanas mayores, Maria y Catalina; mientras que Juanita y yo nos quedábamos con mis tíos. Cuando crecimos un poco, nos llevaron a algunas colonias en Mallorca, allí dormíamos con las mujeres y recuerdo que, cuando las abuelas no nos veían, les hacíamos ‘la petaca’ en la cama (ríe).

—¿Cómo recuerda su niñez en Sant Antoni?

—Jugando siempre por la calle tranquilamente. No estaba el paseo construido y el mar llegaba prácticamente hasta delante del Ayuntamiento. Allí había una barandilla en la que las abuelas se sentaban todos los domingos para controlar a los jóvenes que ‘festejaven’ con sus hijas mientras nosotras correteábamos de un lado a otro. Hacíamos alguna travesura, como levantarle el vestido a las payesas antes de salir corriendo (risas). Manel, que luego se convirtió en mi cuñado, nos construyó unos zancos con los que íbamos caminando por el pueblo. Una de mis fiestas favoritas era Sant Cristòfol, cuando en cualquier momento te podía caer un cubo de agua encima, pero que, a la vez, podías mojar a cualquiera. Salíamos de casa con un balde y acabábamos empapadas, tanto entre nosotras como a cualquiera que pasara, lo conociéramos o no. Quien era de aquí sabía de qué iba la cosa, pero quien venía de fuera no lo entendía tanto (ríe). Otra fiesta muy bonita era Sant Joan, cuando días antes comenzábamos a recopilar cosas para hacer el ‘fogueró’ y nos tirábamos ‘bombetes’ unas a otras.

—¿Dónde fue al colegio?

—Siempre fui con las monjas Trinitarias. Por las tardes siempre hacíamos labores y ‘cuentas’. Recuerdo que había dos hermanas que se llamaban Cruz y, cuando pasaba la monja por detrás, las miraba y les pegaba una ‘clotellada’ al grito de «¡esas Cruces!». Yo siempre fui lo suficientemente prudente para no llevarme ninguna, que yo recuerde. Para conseguir el Certificado de Estudios, recuerdo que venían unos profesores de Vila para examinarnos en el Colegio Vara de Rey. Como las monjas no nos metían prisa para que termináramos, yo dejé de estudiar a los 16 años.

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—¿Qué hizo al terminar los estudios?

—Nada (ríe). Como ese verano estábamos todo el tiempo paseando y jugando por el pueblo, o nadando en la playa, vino el señor Linares, que nos puso a unas cuantas a trabajar en las tiendas de souvenirs que tenía en el pueblo. Allí estuvimos el resto de ese verano. El verano siguiente, con tal de que no estuviéramos todo el día ‘fent s’ase’, nos montó nuestra propia tienda de souvenirs en casa.

—El hecho de trabajar en un souvenir nos hace pensar que el turismo ya estaba llegando a Sant Antoni. ¿Recuerda alguna anécdota respecto a cómo recibió el pueblo el desembarco de extranjeros y, sobre todo, extranjeras?

—(Ríe) Había un policía municipal, Joan Ferrer des Monistrol, que era muy católico. Era un hombre muy bueno; por su santo nos daba caramelos a todos los niños del pueblo, pero no soportaba lo de que las mujeres llevaran pantalones tan cortos. Un día se acercó a una extranjera que llevaba un pantaloncito y tiró de una de las perneras hacia abajo. No sé qué hizo, pero se lo acabó bajando. Acto seguido, el municipal se llevó una buena ‘mandorriada’ (ríe). Se habló de ello en el pueblo durante mucho tiempo (más risas).

—De la gente que vino a trabajar a Ibiza desde la Península, ¿tiene algún recuerdo?

—Recuerdo que venían en el autobús al que llamaban ‘la parrala’. Un autobús que fundaron mi abuelo ‘Marc’, el abuelo de Ca n’Alfonso y el abuelo de Sa Mutual. Su llegada fue todo un acontecimiento en el pueblo. La gente de la Península se bajaba frente al Ayuntamiento, con unas maletas de cartón que ataban con un cinturón para que no se abrieran. Recuerdo que mi padre, todos los domingos cuando salía de misa, iba por las casas necesitadas a llevarles comida del huerto. La mayoría eran familias que habían venido de Andalucía para trabajar. Incluso dejó un local para que muchos que malvivían pudieran dormir bajo techo.

—¿Siguió durante mucho tiempo en la tienda de souvenirs?

—No. Estuve trabajando allí hasta que mi padre murió repentinamente en 1973, con solo 64 años, y ya dejamos la tienda. Mi padre falleció en noviembre y yo tenía mi boda planeada para enero. Fue una boda triste, todo el mundo lloraba. Nos casó mi tío Bartolo en la capilla de mi colegio de siempre, el de las Trinitarias, cuyo coro cantó. Es la única boda que se ha celebrado allí. Me casé con Toni de Can Pou y tuvimos un hijo, Toni, que nació el día de Sant Bartomeu. Lo conocí gracias a mi amiga Isabel y a su novio, Ventura. Como Ventura vivía en Vila y no tenía coche, le pidió a Toni, que sí tenía, que lo llevara a Sant Antoni para ver a su chica. Le convenció diciendo que, si lo hacía, le presentaría a una amiga de su novia que era muy guapa. La verdad es que funcionó (risas).

—¿A qué se ha dedicado en los últimos años?

—Siempre me ha encantado viajar. Cuando falleció mi marido, me animaron a convertirme en presidenta del Club de Mayores de Sant Antoni. Acepté y desempeñé el cargo durante los últimos 15 años. Fueron unos años muy bonitos, llevando el club adelante junto a los socios. Me hicieron una gran fiesta de despedida y sentí que salía por la puerta grande. Ahora sigo viajando y vivo la mar de feliz y contenta donde siempre he vivido: en Sant Antoni.