—¿De dónde es usted?
—De Can Minu, en Sant Antoni. El nombre viene de mi padre, que se llamaba Maximino y al que la gente llamaba ‘Minu’. Según oí contar a mi abuelo, un antepasado mío vino desde Galicia hace muchos años. Yo nací allí mismo, en casa. Fui la pequeña de cinco hermanos. Maximino —como mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo…— era el mayor y mi padrino; después iban mi hermana María, Joan y Toni. Como mi madre también se llamaba Antonia, a mí siempre me llamaron Antonieta, que es como me sigue conociendo todo el pueblo. Al ser la pequeña, siempre fui la ‘malcriada’ de la casa (ríe). En casa siempre fuimos una familia muy bien avenida.
—¿Vivían en el centro del pueblo?
—Sí. En la calle Riquer, muy cerca de la iglesia, en una casa grande y bonita con un buen patio. Pero el pueblo era algo muy distinto de lo que es ahora. Era muy pequeño, con apenas ‘cuatro’ vecinos. Más allá del Cine Torres, todo eran huertos. La playa era mucho más grande: partía desde donde ahora está el Hotel Sant Antoni; el puerto empezaba mucho más al fondo, y nosotras íbamos a la playita que había junto al muelle de las barcas de pesca. Medio pueblo estaba ocupado por los militares, todavía queda la residencia. Por un lado estaban los de Artillería y, por otro, Infantería. Había más soldados que gente del pueblo.
—Hablamos de finales de la década de los 40 y principios de los 50. La mayoría de mujeres entonces vestían de payesa.
—Así es. Tanto mi madre como las madres de mis amigas iban vestidas de payesa, igual que las abuelas, las bisabuelas… Pero las niñas de entonces ya no nos vestíamos, al menos las del pueblo, porque en el campo algunas niñas de mi edad todavía vestían de payesa. Mi hermana mayor ya se negó en su momento y a mi padre le hacía ilusión que yo sí vistiera de payesa. Yo tenía una melena enorme y preciosa y, para evitar que me vistieran de payesa, convencí a mi hermana para que me la cortara. Estuve muerta de miedo, tapándome la cabeza con un ‘mocador’, hasta que mi padre me miró de arriba a abajo y, finalmente, no me dijo nada (ríe). Así me salvé de vestir de payesa. Aunque todavía guardo como un tesoro los vestidos de mi madre y de mi abuela.
—¿Dónde fue al colegio?
—Primero fui con las monjas Trinitarias. Pero luego fui al colegio que había donde ahora hay una relojería, al lado de la farmacia Puget, con doña Antonia. Aunque no fuera tan severa como las monjas, también nos llevaba muy rectas. Bastaba que te pillara hablando con una compañera para que te pusiera de rodillas. A la mínima te castigaban. Entonces había mucho más respeto hacia los maestros, igual que hacia los padres o los abuelos. En esa época todo era pecado y, en realidad, más que respeto, lo que había era miedo. Cuando terminé el colegio, estuve aprendiendo a coser con Antonia, la ‘Mestra Cala’. Parece que todavía la veo: alta, morena y muy guapa. Era una santa.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre era ‘mestre d’obres’ y mi madre bastante tenía con llevar la casa, limpiarles la ropa a los soldados y hacer algún remiendo para sacarse unos ‘canets’. El pueblo era muy pobre y la mayoría de las mujeres hacían lo mismo para sacarse algún duro. Como yo era la pequeña y la ‘malcriada’, apenas ayudaba en casa. Siempre estaba jugando por la calle con mis amigas. Apenas teníamos juguetes y jugábamos con muñecas de trapo, como la que me cosió mi abuela Maria de Can Tomàs. Los niños también jugaban con pelotas de trapo o con un ‘cércol’, un aro metálico muy grande que hacían correr con un palo. Los niños y las niñas jugábamos cada uno por su lado.
—¿Interactuaban con los soldados que estaban en el pueblo?
—No mucho. Cuando estaban aquí yo era muy pequeña. Pero los soldados no estaban muy bien vistos, sobre todo a la hora de que intentaran ‘festejar’ con alguna joven del pueblo. Aunque no descarto que pasara alguna cosa (ríe). Nosotros teníamos el corral de la mula cerca de una garita, al lado de ‘es pont des Baladres’, donde ahora está el hotel Tropical. Una noche, llevando la mula al corral con mi hermano, el soldado de guardia nos gritó: «¿Quién vive? ¡Cuerpo a tierra!». Mientras corría hacia nosotros, le dije: «¡Naltros sí, pero s’ase no es posarà en terra!» (risas). Cuando se marcharon los militares, vinieron los turistas. A partir de entonces, el pueblo empezó a crecer y crecer hasta convertirse en lo que es hoy en día, que no tiene nada que ver con lo que era. La gente lo acogió muy bien: todo el mundo tenía trabajo en un hotel o en otro. Yo misma trabajé en un hotel, primero en el Sant Antoni y, después, en el Marco Polo durante muchos años con el señor Ribero, Sesi y sus hijas.
—¿Cómo recuerda a ese primer turismo que desembarcó en Sant Antoni?
—Nada que ver con lo que vino después. Era un turismo educado y respetuoso con el pueblo. Salían de fiesta a Ses Guitarres, Ses Voltes o el Isla Blanca. Mi cuñado, Bartomeu ‘Mosson’, era portero del Isla Blanca y era donde íbamos casi siempre porque nos dejaba pasar. Era una maravilla ver a toda esa gente elegante y al señor Ribero, el dueño, que también tocaba el piano y compuso la canción «Bahía del amor». La llegada del turismo fue todo un ‘boom’, ¡todos los hombres iban locos! (ríe). Aquí las mujeres éramos un poco ‘catetas’ al lado de esas mujeres elegantes y sofisticadas que venían. Era lo nunca visto y enloquecieron todos. Se llegaron a romper matrimonios y todo, cosa que en esos tiempos era un verdadero escándalo. Entonces empezaron a venir hasta los jóvenes de Vila, era la época de la famosa ‘palanca’.
—Las chicas de la época, ¿también iban ‘de palanca’ con los extranjeros?
—No. Para nada. Ni yo ni ninguna de mis amigas o conocidas ni, que yo recuerde, ninguna ibicenca de las que venían a Sant Antoni bailó nunca con un turista. Eso era cosa de los chicos.
—¿De dónde sacó a ese novio del que nos habla?
—De un vecino que daba clases de francés en su casa. Allí iba un joven de Sant Llorenç, Toni ‘Figueretes’, que trabajaba en el hotel de Cala Gració. Fuimos en pandilla mucho tiempo hasta que nos casamos cuando yo ya tenía 22 años. No tuvimos a nuestro primer hijo, Toni, hasta cinco años después, entonces fue cuando dejé de trabajar en el hotel. Después tuvimos a Teresa y ahora tenemos dos nietos: Carla, que es de Teresa e Izan, que es de Toni.
—¿Ya no volvió a trabajar?
—No. Con la casa y el niño tenía suficiente. Además, mi madre falleció repentinamente cuando yo estaba embarazada de dos meses de mi hijo. El día antes jugaba con un pijama del niño, como si fuera un bebé al que ‘esgronçava’. Mi padre quedó viudo pronto, estuvo durante un tiempo en casa de mi hermano pero después vino a casa a vivir con nosotros. No quería que se lo llevaran a ‘l’Hospital’ Los primeros años fue muy bien hasta que llegó lo que ahora se llama Alzheimer y antes llamábamos ‘trabocar des cap’. En una ocasión le dio por que tenía que casarse, como me lo tomé a broma y no le preparé el traje nuevo, se puso hecho una furia. Tuve que llamar a mi hermana y todo para que me ayudara. Era como un niño pequeño intentando llamar la atención todo el tiempo. Sus últimos años fueron complicados. Desde entonces vivo tranquila en Sant Antoni, donde siempre he estado.
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