Ricardo Montesa tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Ricardo Montesa (Valencia, 1941) lleva seis décadas viviendo en Ibiza, donde llegó por razones laborales tras terminar sus estudios universitarios. «Antes, para salir en el periódico, tenías que matar a alguien», asegura con humor antes de ofrecer su charla a Periódico de Ibiza y Formentera para revivir sus experiencias desde su Valencia natal hasta la Ibiza que le ha acogido desde 1964.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Valencia. Fui el segundo de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Juan y Mercedes.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi madre se dedicaba a cuidar de la casa y de los niños. Mi padre fue empleado de banca hasta que montó una empresa de cerámicas.

—¿Cómo era la Valencia de su niñez?

—Muy distinta a la de hoy en día. Podías ir por la calle solo, sin miedo a que nadie te atracara y sin apenas ver coches. Nosotros vivíamos muy cerca de donde ahora está El Corte Inglés, en pleno centro, y en mi calle solo había un coche. A la hora de ir al colegio, íbamos jugando por el medio de la calzada sin ningún miedo al tráfico. El trato con la gente también era muy distinto a lo que es hoy en día. Había mucho vínculo entre los vecinos y el ambiente era muy familiar; cuando necesitabas cualquier cosa, tocabas la puerta del vecino y te lo prestaba. Nosotros vivíamos en un cuarto piso y, necesariamente, nos cruzábamos con ellos cada vez que entrábamos o salíamos de casa. La aparición del ascensor terminó con la familiaridad entre vecinos.

—¿Pudo estudiar?

—Así es. Cuando terminé la Secundaria, con 16 años, me fui a estudiar la carrera de Aparejador en Barcelona mientras hacía las prácticas como delineante en una empresa. Cuando terminé la carrera, en 1964, la misma empresa me ofreció trabajo en Ibiza, en Ibidexa, donde se fabricaba todo tipo de material de construcción.

—¿Qué le pareció la Ibiza que se encontró a su llegada?

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—Sinceramente, cuando salí a dar mi primer paseo para conocer el pueblo desde la Pensión La Marina, donde me alojaba, pensé que había caído en un desierto. No tardé ni diez minutos en llegar hasta Vara de Rey y volver. Más allá no había más que huertos y alguna casita desperdigada. Al lado de la pensión estaba Los Valencianos, donde me paraba a tomar un helado cuando volvía del trabajo. Allí conocí a un grupo de gente que pronto se convirtió en mi pandilla de amigos, la mayoría ibicencos. Entre ellos estaba Lidia († 1990), con quien me casé en 1967 y con quien tuve a nuestros hijos: Ignacio, Yolanda y Alejandro. Yolanda y Alejandro viven en Valencia y tienen a mis nietas, María y Elena y Dulce y Mayra, respectivamente.

—Tras la DANA en Valencia esta pasada semana, ¿están todos bien?

—Sí. Gracias a Dios, a ellos no les ha afectado de ninguna manera. Todos están bien.

—Volviendo a la Ibiza de los 60 y 70, ¿le sorprendió en algún sentido?

—Ya lo creo. Lo que se veía en Ibiza no se veía en ningún otro lugar. Esas escenas de hippies y de libertad eran impensables en cualquier lugar de la Península. Por ejemplo, en la calle Garijo montaban una especie de mercadillo cada noche y el desfile de personajes, digamos que ‘raros’, era impresionante.

—Tras su llegada a Ibiza, ¿trabajó mucho tiempo en la empresa de material de construcción?

—Unos siete años. En 1971 me puse a trabajar en el Ayuntamiento de Vila como aparejador. Allí estuve cuarenta años, hasta que me jubilé en 2011.

—Esas cuatro décadas trabajando en el Consistorio han sido cruciales en el crecimiento de la ciudad. Como aparejador del Ayuntamiento, ¿cómo vivió ese crecimiento?

—En ese momento estaba todo por hacer. Las calles estaban sin asfaltar y casi todo eran solares. Todo lo que se hizo fue mientras yo trabajaba en el Ayuntamiento como aparejador y tengo que reconocer que no me gusta mucho cómo ha quedado. Me gustaba más cuando la ciudad era más pequeña y más acogedora. El progreso y el crecimiento son inevitables, pero eso no significa que me tenga que gustar. Cualquier cosa que hagas siempre es mejorable y, en el caso de Vila, por ejemplo, se tendrían que haber hecho las calles mucho más anchas de lo que se hicieron. Pero nadie podía prever que se creciera hasta este punto.

—¿A qué dedica su jubilación?

—A estar tranquilo y disfrutar de mi rutina entre La Bodeguilla y mis amigos.