—¿Dónde nació usted?
—Como yo no lo vi, no estoy segura (risas), pero creo que nací en Cas Vildo, en Sant Josep. Yo era la tercera de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Pep de Cas Vildo y Catalina de Cas Berris. Maria y Pep eran los mayores y Vicent el más pequeño. Nosotros vivíamos en es Jondal desde que los mayorales dejaron esas tierras de la familia, pero cuando yo solo tenía cuatro años me llevaron a casa de mis abuelos con mi madrina, Antonia, en Cas Vildo. Cuando vinieron a buscarme, me escondí tras una pared del huerto hasta que me encontró una vecina, ‘arrufada’ como una col.
—¿Vivió mucho tiempo con su madrina y sus abuelos?
—No mucho. Hasta poco después de que mi madre muriera cuando yo solo tenía siete años. Maria, mi hermana mayor, tenía 12, Pep 10 y Vicent solo cinco, y mi padre decidió tener a toda su colla junta. Después llegó la guerra y vinieron unos milicianos a casa. La revolvieron de arriba a abajo y se llevaron a mi padre. Nos quedamos los niños solos. Como teníamos una mula, seguíamos arando y sacando agua de la noria hasta que anochecía. De hecho, nos parecía más divertido volver a casa de noche (risas). Allí no había nadie que nos riñera (ríe), y jugábamos arrastrando las sillas por el suelo mojado, haciendo carreras de coches (más risas). Una vez, que sacamos un bidón de no sé dónde, mi hermano Pep se metió dentro y, si no fue el viento, fue alguien que le dio una patada, pero la cuestión es que el bidón rodó cuesta abajo con mi hermano dentro. Llegó hasta abajo y Pep no se hizo nada (risas). Era una vida dura, pero a la vez era sana. A nadie le costaba caminar y todos los domingos íbamos de es Jondal a Cas Vildo, que era donde teníamos la ropa de ir a misa.
—¿Estuvieron mucho tiempo solos?
—No lo recuerdo. A mi padre lo tuvieron encerrado en Sant Josep hasta que un vecino, que también era miliciano, les dijo a los jefes que tenía a sus hijos solos en su casa. Lo soltaron el día anterior a que se llevaran a todos los demás al Castillo, donde hicieron el desastre. Cuando se marcharon es dolents, tanto mi padre como muchos otros vecinos del pueblo se dedicaron a hacer guardia por la costa y sa Talaia. Desde allí, mi padre también nos vigilaba a nosotros con sus prismáticos. Mientras duró todo ese movimiento, apenas veíamos a mi padre. Después, como casi todos los hombres del pueblo, se hizo falangista y tampoco es que lo viéramos mucho.
—¿Fue al colegio?
—Nunca. Sin embargo, no me fue mal, me las apañé para aprender las cuatro letras y llegué a leer los diarios y todo. También a escribir, aunque las cuentas nunca han sido lo mío. Tanto mis hermanos como mis vecinos sí que iban. Recuerdo a las de Can Rampuixa pasando por delante de Cas Vildo, cuando vivía allí, de camino al colegio, cuando me llamaban para ir con ellas. Pero en casa no me animaban a ir y yo era muy cuc de forat (tímida), así que nunca llegué a ir. Pasaba más tiempo en casa, haciendo cosas con la tía Antonia, mi madrina.
—Nos ha hablado de los tiempos de la Guerra Civil Española. Después vinieron los ‘años del hambre’. ¿Cómo los vivieron?
—Nosotros tuvimos la suerte de no pasar hambre. Teníamos nuestro huerto, sembrábamos patata, cebada para hacer pan. Cuando venía mi padre, nos traía algo de carne y, si no, nos apañábamos con las buenas matanzas que hacíamos. Por las noches, solíamos ir a dormir a casa de unos tíos, pero el resto del día nos apañábamos nosotros solos, haciendo la comida o ‘torrando’ sobrassada. De vez en cuando venían captadors, gente que traía una cosa u otra, tela por ejemplo, para cambiarla por comida. También venían pobres, gente muy mayor generalmente, y en Cas Vildo, como eran católicos muy devotos, les dejaban pasar la noche en casa. Una vez vino una mujer que, cuando tocó rezar el rosario después de comer, no sabía de qué iba eso. Después me contó que tuvo pesadillas con esa cena (risas).
—Llegó un momento en el que empezaron a llegar turistas y gente extranjera. ¿Cómo recuerda ese momento?
—Recuerdo que había una zona con sabinas y justo detrás había un espacio con arena. Alguien se dio cuenta de que eso estaba allí y, de alguna manera, acabó saliendo en los diarios y todo el mundo se enteró. Allí es donde ahora está el Tropicana. Hasta entonces, solo se iba a la playa para lavar la lana, limpiar la mula y pescar. Guillem fue el que abrió el primer quiosco y, poco a poco, empezaron a abrir más lugares donde hacían comida y todo. Solían invitarnos a algún ‘Trinaranjus’ cuando estábamos en el huerto. Para llegar a la playa, pasaban por delante de mi casa. Recuerdo que pasaba gente de todo color. Esas señoras que iban solo con el biquini y que iban en bicicleta, con todos los baches que había, ¡cómo les rebotaba el pecho! (risas). Al principio nos escandalizaba un poco, pero no tardamos en acostumbrarnos. Eso sí, si una ibicenca hubiera ido de esa manera, el escándalo hubiera sido otro.
—¿Vestía usted de payesa?
—Sí. Vestí de payesa desde pequeña hasta que fui un poco más mayor, hace unos cincuenta años. Las botifarres que aguantan los rifacus del vestido siempre se me caían y siempre estaba saliendo de misa para tirar de ellas hacia arriba (risas). Poco a poco nos fuimos cortando el pelo, poniéndonos una bata para trabajar más cómodas y acabamos vistiendo ‘de señora’. Sobre todo, por comodidad. Por un lado llevábamos la ropa de trabajar, pero los domingos nos poníamos el mantón, es mantonet, es mocador, es davantal y no sé cuántos rifacus. Vestirse no era cuestión de un momento (ríe). Después, había que ponerse la emprendada que tuvieras todos los domingos y días de fiesta. El día que le regalaban el anillo a alguna, no hacía más que enseñarlo con orgullo.
—¿Conocía a chicos en su juventud?
—La verdad es que a demasiados, vaig festejar de més (risas). Había noches que mi hermana y yo teníamos a cuatro o cinco chicos esperando para festejar. Para cuando llegaba el último, yo ya estaba tan cansada que me dormía. Esperaban turno y, cuando pasaba el tiempo, se tiraban una piedrecita para avisar. Después de la tercera piedra, si no se iba, había pelea (risas). Había uno al que llamaban ‘sa cabra’ y los demás bromeaban diciéndome que yo me quedaría con la cabra y ellos con ‘es boc’.
—¿Alguno de sus pretendientes tuvo suerte?
—La verdad es que esto es cuestión de suerte y yo no tuve. Estuve dos o tres años con uno, pero se volvió un poco raro: muy celoso y creo que no estaba bien de la cabeza. Así que lo dejé. El último que tuve me salió malo, pero de salud. Se mudó con su familia a Vila y murió poco después por una enfermedad. Entonces tenía unos 30 años y, desde entonces no he vuelto a festejar.
—¿Trabajó fuera del campo?
—Sí. Sin dejar de trabajar en el campo, con la llegada de los turistas empecé a hacer la limpieza de alguna casa hasta que me jubilé. Siempre viví en es Jondal, donde también vivía mi hermano, mi padre e incluso con mi abuelo y con la tía Antonia. Ahora, desde hace unos 20 años vivo con mi sobrina Catalina.
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