—¿Dónde nació usted?
—Nací en un pueblo de Sevilla que se llama Badolatosa, que linda con Córdoba. Yo era la segunda de cinco hermanos.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—A la tierra y al campo. Mi padre, Rafael, era campesino y muy trabajador. Hacía carbón, cogía aceitunas… Mi madre, Damiana, venía de una familia de gente rica que tenía un casino. Pero se enamoró de mi padre, que era muy guapo y trabajador, aunque era campesino y eso apenas le daba para comer.
—¿Le tocaba a usted trabajar también en el campo?
—A mí me tocó trabajar desde muy pequeña en las casas. Con 11 años ya estaba interna en la casa del médico, que era bilbaíno y lo habían mandado al pueblo. Pero allí no se comía un rosco, la gente le pagaba con cosas del campo y no con dinero, así que se marchó a Alhucemas y me llevó con él para que cuidara de sus hijas. Estuve con él alrededor de un año, pero echaba mucho de menos a mi familia, siempre estaba llorando, y volví con ellos. Una vez en el pueblo, me fui a trabajar a un cortijo. Allí dormíamos en una especie de nave o chabola, los hombres por un lado y las mujeres por otro. No teníamos ni luz ni baño. Había que hacer nuestras necesidades en el campo y usar un candil para hacer punto por las noches o los días que llovía y no podíamos salir a trabajar. Volví a casa cargada de piojos (risas).
—¿Pudo ir al colegio?
—Al colegio solo iba a limpiar (risas). Me gustaba más fregar que estudiar, la verdad. Gracias a la influencia de mis tíos, que conocían a gente rica que iba al casino, acabé trabajando en la casa de un señor que había sido ministro, Alberto Martín Artajo, con su hija Maricarmen. ¡Qué guapa y educada era! Cuando me enteré de que en Barcelona se pagaba mejor a las mujeres que trabajaban en las casas, hasta 1.000 pesetas, me fui a Barcelona con un grupo de chicas del pueblo. Yo, con solo 15 años, era la más pequeña de todas. Como era tan jovencita, en la casa del abogado en la que trabajé, a mí no me llegaron a pagar tanto.
—¿Trabajó mucho tiempo en casa del abogado de Barcelona?
—No mucho. Con el dinero que le iba mandando a mi madre, ella pudo venir también a Barcelona. Vivía en las buhardillas de un edificio del abogado y, abajo, vivía una tía suya: «la tía de los gatos», la llamábamos (risas). Le hacía la vida imposible y se acabó marchando.
—¿Volvió al pueblo?
—No. Me quedé en Barcelona. Allí me casé con Miguel, que era albañil, y nos hicimos una buena casa en Sitges. Entonces dejé de trabajar, mi marido ganaba suficiente dinero y me dediqué a cuidar de nuestros hijos, Miguel y Gloria. Ahora ya tengo cuatro nietos. Pero a principios de los años 80 vino una crisis muy grande y apenas había trabajo. Entonces volví a limpiar casas, negocios… lo que fuera, hasta que finalmente decidimos emigrar al norte, a Bilbao, antes de venir a Ibiza con los niños.
—¿Encontraron trabajo en Ibiza?
—¡Ya lo creo! Yo, de casa en casa limpiando y mi marido haciendo piscinas para los hoteles. También trabajó en la construcción, como en la reforma de la discoteca Amnesia, en la que estaba implicado un señor al que conocíamos en Sitges. Mi marido también le hizo la casa. No tardamos en comprarnos una casita en Vila que él reformó. Después de haber dado tantas vueltas en la vida y de haber trabajado tanto, ¿quién me iba a decir a mí que, a día de hoy, tendría a mi hijo con carrera y a mi nieta también? (se emociona).
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