Catalina Bonet tras la charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Catalina Bonet (Cala Llonga,1934) ha dedicado buena parte de su vida a la aguja y al hilo como bordadora. También ha dedicado décadas al negocio que compartió con su marido, Can Domingo. En su memoria guarda unos recuerdos entrañables de su infancia y juventud entre Cala Llonga y Vila.

—¿Dónde nació usted?
—En Can Anfos, que está en Cala Llonga. Yo soy la del medio de tres hermanos. Maria es la mayor y el pequeño es Pepe. Mis padres eran Mariano ‘Anfos’ y Catalina, que, si no me equivoco, era de Can Cosmi.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre se dedicaba a ayudar en el campo en diferentes fincas. Mi padre se dedicaba a la alfarería. Tenía una fábrica de cerámica en Cala Llonga a medias con un socio, Guillem. Allí fabricaban desde macetas para plantas a tejas para poner en los tejados

—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Cala Llonga?
—Muy buenos. Íbamos mucho a la playa, que estaba al lado, con las amigas. Nuestros mejores amigos eran los de Can Tití, que eran dos o tres hermanas y dos o tres hermanos más. Siempre les acompañaba a cuidar de las ovejas y las cabras, con ellos nos hicimos unos columpios en las higueras que tenían y así nos pasamos la vida. De vez en cuando, normalmente los domingos, se organizaban bailes en casa de alguno de los vecinos. Mi tía organizaba algunos en Can Jordi, su bar. Recuerdo que venía un señor de Vila y tocaba el acordeón. En aquella época estaba prohibido bailar y esas fiestas eran ilegales. En cuanto aparecía la Guardia Civil había que parar la música y esconderse. Mi hermana María cuenta que una vez se tuvo que escapar por la ventana.

—¿Iba al colegio?
—Nos daba clases Joan des Portxet, que era maestro en Vila y cada vez que venía a ver a su familia, que era de Cala Llonga, nos recogía a todos los niños para darnos repaso. Más adelante, cuando yo tendría unos 10 o 12 años, nos mudamos a Vila para poder ir mejor al colegio y allí fui a las monjas de la Consolación. Entonces mi padre dejó su alfarería para ponerse a trabajar en la que hay en el cruce de la carretera de Santa Eulària a Santa Gertrudis. Desde entonces vivimos siempre en Dalt Vila, en la calle San Benito, encima de la ‘escala de pedra’.

—Me está hablando de los 40, unos años que fueron complicados para muchos vecinos de Vila, ¿cómo los recuerda?
—Fueron años de miseria. Sin embargo, mis padres se las apañaron para que no nos enteráramos. Cuando todavía estábamos en Cala Llonga recuerdo que venía mucha gente de Vila a pedir alguna cosa por las casas. También tengo el recuerdo de cuando tiraban las bombas y salíamos corriendo hacia el refugio que había en el Portal Nou donde nos escondíamos todos los vecinos.

—¿Cómo le afectó el cambio de Cala Llonga a Vila?
—Fue un cambio muy grande, pero me gustó mucho. Al poco tiempo empecé a bordar en Ca na Pepa Bernada, que estaba en frente del Cine Serra. Estuve con ella toda la vida, hasta que me casé, vamos. Creo que toda la juventud de Vila íbamos allí a bordar. Eran tres salas llenas de chicas bordando mantelerías, ropa de cama… Pepa lo enviaba a unas tiendas de Barcelona. Cada verano Pepa Bernada organizaba una excursión con todas las que bordábamos allí y nos llevaba a alguna playa.

—¿Cómo era el ambiente en Ca na Pepa Bernada?
—Muy bueno. Allí nos lo pasábamos bomba. Teníamos una de las paredes forrada de fotos de los artistas del momento y siempre cotilleábamos con lo guapo que era uno u otro hasta que venía Pepa y nos gritaba que hiciéramos el favor de ponernos a bordar(ríe). Una de mis compañeras, Carmen, era muy brava, siempre estaba haciendo el tonto: cada vez que pasaban los militares por debajo salía al balcón a decirles hola y a enseñarles las piernas. Una vez subieron dos o tres militares. ¡Menuda bronca les echó Pepa cuando los vio! Estoy seguro de que se creyeron que era una casa de citas y se disculparon diciéndole que se habían equivocado (ríe). Al salir, siempre nos dábamos una vuelta por el muelle y nos parábamos delante del fotógrafo Santiago, que tenía algunas fotos expuestas, y nos echábamos unas buenas risas mirando las caras de quienes salían en esas fotografías. También íbamos a algún baile al Club Náutico, al Pereira o al cine Serra. El cine Serra era más para ricos, con sus plateas y toda la gente bien vestida, con sus lentejuelas y todo. El Pereira, en cambio, era para pobres, que íbamos vestidos como podíamos. Me fastidiaba mucho un portero muy estricto del cine Serra que había allí. Como mi madre no me dejaba ir sola con el novio, si quien me acompañaba era menor, el portero no le dejaba entrar. ¡Me daba una rabia! (Ríe).

—Nos ha dicho que estuvo bordando hasta que se casó, ¿a qué se dedicó desde entonces?
—Así es, me casé con Domingo y lo celebramos en el Club Náutico. Domingo tenía su tienda en la calle de la Virgen, Can Domingo. Desde que me casé estuve trabajando en la tienda. A la vez, seguía cosiendo en casa para la moda Ad Lib, para Lluís Ferrer, que era sobrino de Pepa Bernada. Cosía durante noches enteras. Con el tiempo mudamos la tienda a la calle Aragón hasta que Domingo falleció y yo me jubilé. Domingo y yo tardamos cinco años en tener a nuestro hijo, Carlos.

—¿A qué ha dedicado su jubilación?
—A pasear y a vivir bien. Cuando nació mi nieto, Jordi, eché una mano a sus padres llevándolo a la guardería o al colegio… Pero ahora ya es mayor.