Opinión
El infierno del bullying
La reciente agresión que sufrió un joven con parálisis cerebral en un instituto de Santander no es un caso aislado, sino el reflejo de un problema social enquistado en la sociedad. Cuatro compañeros lo acorralaron, lo grabaron con el móvil mientras intentaba escapar en su silla de ruedas y difundieron las imágenes en redes sociales. Un acto de crueldad que, lejos de ser castigado con contundencia, recibió una leve sanción: cinco días de expulsión para los agresores. Estudiantes que regresarán a clase mientras la víctima tendrá que coincidir con ellos en los pasillos, atrapado en una interminable angustia. El acoso escolar es desde hace tiempo una terrible realidad social que se está cronificando como consecuencia de una falta de soluciones reales. Fallan los protocolos, fallan las medidas, fallan las instituciones. Fallamos todos. Las consecuencias siempre las paga el más vulnerable, el que sufre, el que acaba cambiando de colegio para huir de un entorno hostil que nunca debería haber vivido. La expulsión temporal de los agresores no es una sanción, es un parche y un castigo simbólico que perpetúa la impunidad. No obstante, este problema social va más allá del aula, ya que, con el ciberacoso, la tortura no termina con la jornada escolar. Antes, salir de clase significaba un respiro; hoy, el acoso viaja con los jóvenes en sus teléfonos, los persigue en redes sociales, se amplifica en grupos de WhatsApp y se viraliza en cuestión de segundos. No hay refugio; no hay descanso y las consecuencias de esta persecución constante son devastadoras: ansiedad, depresión, aislamiento, e incluso la tragedia de vidas truncadas demasiado pronto. Es urgente cambiar las reglas del juego. No se trata de aplicar simples medidas paliativas, sino de una transformación profunda con protocolos reales, sanciones ejemplares y una protección efectiva.
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