Lo confieso: no me gusta TikTok. Puede que sea la edad o que, aunque esté bregada en esto de las redes sociales, continúe buscándoles una utilidad, si no intelectual, al menos estética. El caso es que no consigo entender por qué la gente publica en este canal sus vídeos bailando, sin demasiado talento en la mayoría de los casos, haciendo playback o sumándose a retos que solo ponen de manifiesto nuestros orígenes homínidos. Puede que, como en ese meme que reproduce una bofetada de Batman a Robin, esos mismos actores me acusen de hacer algo similar cuando comparto en mis cuentas artículos, fotos, opiniones o ideas.
En mi defensa diré, eso sí, y para no poner la otra mejilla, que, con mayor o menor éxito, mi intención como comunicadora es mostrar en todos los canales posibles el latido de mi trabajo, aunque sea de forma efímera y a veces insustancial. No les voy a quitar la razón si me reprochan que en la pandemia publiqué varios stories versionando canciones (la mayoría tristes). Siempre fui una trovadora de ducha, pero les aseguro que no pretendía ser graciosa en ningún caso, sino, simplemente, compartir ese miedo y dolor que la mayoría llevábamos cosidos en las aristas de cada sonrisa. De hecho, publiqué un libro a razón de estos artículos, por lo que dentro de aquellos estribillos había al menos una finalidad.
Ayer, mientras paseaba distraída entre los contenidos que me sugería Instagram, con la mirada absorta del que observa sin mostrar interés por nada, me pregunté de pronto por qué llevaba varios minutos repitiendo mecánicamente el mismo gesto. En qué momento sucumbimos a cotillear vidas ajenas, a analizar verdades o decorados, a seguir a esas influencer que realmente no hacen nada pero que nos tienen ensimismadas con sus sofás de diseño y sus maquillajes imposibles, y cuándo decidimos invertir nuestro valioso tiempo en seguir sus coreografías, en vez de perdernos en una buena novela o en la conversación de las personas que tenemos al lado. Así que, en este ejercicio de autoanálisis en el que se convierten muchas veces los artículos de opinión, he decidido escribirme una reclamación para que estas Navidades deje de lado el teléfono, pase de todo lo que realmente no me importe y viva con los míos más momentos reales y menos de cartón pluma.
Tampoco voy a pecar ahora de hipócrita y esto no significa que renuncie a seguir inmortalizando momentos para el recuerdo, porque muchas veces recuperar esos instantes es como volver a vivirlos, pero no pienso vivir a través de una pantalla, sino aprender a usarla para recordar lo importante y valioso de la vida.
Es muy probable que comparta el concierto de Siloé al que me va a llevar Sara, con algún verso cantado por las dos a grito pelado, o que brinde desde el otro lado del metaverso con un buen vino de mi Ribera. Es más que plausible que les muestre que tengo los padres más guapos del mundo y los sobrinos más increíbles o que, simplemente, recoja el crepitar de los copos de nieve cayendo sobre el Duero. No descarto perderme en alguna de las bodegas centenarias de mi Aranda o disfrutar de uno de esos paseos largos que te hielan la nariz y te calientan el pecho.
Yo confieso que hasta ahora les he dedicado a las redes sociales más tiempo del que merecían pero, como hoy es Nochevieja y es un día perfecto para rubricar buenos propósitos, voy a intentar hacerles menos «bailecitos» a las teclas y a mover mejor el pandero en los salones donde resuenen con alegría los cánticos de mi tierra.
Porque, al final, la superficialidad no es sino esa capa que puedes ponerte mientras sea lo suficientemente fina para transparentarte el alma. Así que, feliz Navidad, próspero Año Nuevo y espero recibir más abrazos que mensajes y cosechar más experiencias que seguidores.
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