Tras la batalla de Mühlberg, algunos consejeros propusieron a Carlos V profanar la tumba de Lutero y quemar o esparcir sus restos. El Rey Emperador respondió: «Dejadlo reposar, que ya ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos».
En cambio el muy narciso presidente Sánchez (lagarto, lagarto) se mostró exultante al afirmar que pasará a la historia gracias a exhumar los huesos de Franco. Ahora que es el nuevo líder de la Internacional Socialista, en cuyo radio materialista hay unos cuantos huesos que continúan siendo idolatrados, podría aumentar su historia personal con la momia de Lenin, el mausoleo de Mao, la tumba de Fidel Castro, etcétera.
Pero ¡con los huesos hemos topado! Un gran ejemplo de utilidad ósea lo resumió el poeta Agustín de Foxá. En la posguerra española se pasó hambre. Argentina quiso ayudar a la Madre Patria y mandó toneladas de su estupenda carne. No había nada que dar a cambio, pero entonces el diplomático José María de Areilza cayó en la cuenta de que, por gajes de la historia, los restos del general libertador San Martín estaban enterrados en España. Se montó solemne ceremonia con la repatriación transoceánica y el embajador alemán, por supuesto, decía no comprender nada. Con coña fresca y marinera Foxá le explicó: «Muy sencillo: ellos nos envían la carne y nosotros les devolvemos los huesos».
¿Fue por eso de los huesos que los norteamericanos arrojaron al mar los restos de Bin Laden? Aunque algunos noctámbulos digan que lo han visto de farra en Marbella, el caso es que sin tumba hay menos mártir. Pragmatismo yanqui que poco tiene que ver con el narcisismo sanchista.
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En cambio, los admiradores de Franco, que para nuestra desgracia siguen siendo muchos, no tienen ningún problema en que los huesos de muchas de sus víctimas no solo no se desentierren sino que ni siquiera podamos saber donde están. Ya ve. Unos pasan a la historia por unas cosas y otros por otras