Cada vez somos más. Imparables, felices y agradecidos. Hemos crecido de forma exponencial aquellos que decidimos integrar en nuestros hogares a seres sintientes que forman una parte esencial de nuestras familias. Más perros y menos niños dicen los datos. Así somos los españoles, un pueblo que ha visto reducidas sus cifras de natalidad a las cotas más bajas de los últimos 80 años, pero cuyo número de mascotas registradas no para de crecer y supera ya los 13 millones en nuestro país. Para que se hagan una idea, a fecha de hoy son 5,3 los millones de menores de 12 años destinados a intentar pagar las quiméricas pensiones de los 42 millones restantes. Somos, al fin y al cabo, un destino envejecido, sí, pero donde hay mucho amor y ladridos. En mi caso, les aseguro que no he cambiado de especie solo porque mantener a un humano cueste más dinero (dicen las cifras que cerca de 400 euros al mes por unidad, frente a los 36 de los cánidos), sino que, sencilla y simplemente, no me apetece ser madre. Pero este no será otro artículo destinado a empoderarme como mujer libre que escoge qué hacer y qué no hacer con su cuerpo, rechazando ser considerada únicamente un receptor de bebés; no, no se preocupen, lo que hoy se encuentra ante sus ojos es, sencillamente, una oda a ellos: a nuestros perros.
No sé cuántas veces pude pedirles uno a mis padres (bueno, en esta parte de la historia les reconozco que llegó un momento en el que me daba igual si en vez de un pastor alemán me aceptaban un loro, un mono o un gato), pero la respuesta siempre fue la misma: no. «El día que tenga mi propia casa tendré todos los que quiera», aseguraba refunfuñando mientras me marchaba hacia mi habitación. Y, al final, así fue. El día en el que me vi sola, RAE entró en mi vida para llenarlo todo. Cala llegó casi una década más tarde, pero esa es otra historia.
Las tres somos una extraña y atípica familia feliz. Bueno, los cuatro, porque esta familia tiene un varón, que es mi chico, (¡ay, es verdad, que no puedo decir que es de mi posesión!, ¿cómo lo nombro entonces?), Juan Carlos, así sencillamente. Como les decía, los cuatro somos felices y no sentimos ningún vacío entre las paredes que nos resguardan. ¡Qué fáciles son a veces las cosas y cómo las complican los demás con sus juicios de valor y sus consejos! ¿no creen?
Pero dirán ustedes, ¿por qué este artículo se titula «una auténtica mierda» si realmente estamos hablando de amor? Pues porque, como todos los discos, esta balada tiene una cara B y es que este incremento de amor perruno que muchos profesamos no se compensa con el civismo de quienes escogen este nuevo modelo de familia. Aquellos que permiten que sus perretes caguen y meen en esquinas de edificios, farolas, coches o playas son culpables de que la oxitocina que nos provocan nuestros compañeros de vida se desinfle entre quienes los encuentran culpables de la mala fortuna de encontrarse sus calles cuajadas de heces. Cada vez hay más perros en nuestras vidas y eso es maravilloso, pero no debe traducirse en una mayor suciedad, porque esta sí que es nuestra culpa. Del mismo modo que no dejaríamos a nuestros hijos hacer sus necesidades en mitad de una acera, es nuestra responsabilidad evitarlo o, si no es posible, recogerlo o disolverlo. Así que vamos a hacer que este artículo tenga un final feliz y a reivindicar una isla en la que los perros continúen siendo una parte importante, como demuestran muchísimos hosteleros que nos permiten comer, cenar o dormir en sus establecimientos en su compañía. Yo recojo sus cacas del mismo modo que ellas aguantan mis cagadas emocionales, porque si vamos de evolucionados, de modernos y de empáticos, ¿hay algo menos cool que pisar una deposición ajena? Gracias por las sonrisas y vamos a demostrar al mundo que no todos somos iguales.
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