Aquel hogar de paso era el lugar donde escribía poemas hasta altas horas de la madrugada. | Pixabay

El lugar al que regreso en sueños siempre es el mismo. Algunas veces se viste de otras calles y me muestra paredes distintas, pero yo sé en todos los casos dónde estoy y en qué momento de mi vida me encuentro. La banda sonora de esas noches de estudiante, en las que tengo poco más de veinte años, se viste de ‘Ella Baila Sola', de ‘Antonio Vega', de ‘Travis' o de ‘The Doors' y algunas veces las imágenes me devuelven a fiestas con amigos al amparo de sangrías infumables en las que llegamos a celebrar carreras de pollos y todo tipo de concursos bizarros. Cuando despierto sonrío al ver al otro lado del espejo a esta mujer que hoy se indigna al escuchar noticias sobre botellones o que se queja por oír la música demasiado alta en pisos ajenos.

Las mañanas de pasta y de resaca o de chocolate caliente en Valor con Eva son otros de los recuerdos reales que se funden en mi mente con historias que nunca han ocurrido. Hoy, sin ir más lejos, he recorrido Salamanca con Adriana Abenia hasta ver los primeros rayos de sol. Íbamos juntas a una fiesta de disfraces en la que todo el mundo llevaba unos extraños bigotitos y aunque ella estaba embarazada me conminaba a bailar sin parar al son de Raffaella Carrá. «¡Es lo que ella querría, que no dejemos de cantarla nunca!», me decía risueña, a lo que yo le respondía con mis mejores movimientos de melena con un «Explota, explota mi corazón».

Cuando ya no nos quedaban fuerzas, y atendiendo su estado en el sueño, nos retiramos a su habitación, ubicada en un extraño hotel que había reformado con sus propias manos y en el que había un pasadizo secreto que nos llevaba a unas ruinas romanas. El vértigo, que en los sueños siempre es tan real como en la vida, me impidió poder disfrutarlas, pero ella me explicó que eran «más tipo Clunia que Coliseo». Mi novio nos confesaba entonces que en su juventud fue actor y nos mostraba algunos cameos en «Al Salir de Clase». Mientras Adriana se despedía de nosotros, porque tenía que irse a Italia a tener aquel hijo ficticio, mis perras han entrado eufóricas en la habitación para despertarme a lametones.

Cuando le he contado «la película» que hemos vivido, ella se ha muerto de risa y me ha propuesto que escriba un nuevo libro donde relatar las historias que me pasan cuando duermo. Lo cierto es que tal vez deba analizar por qué siempre termino intentando acceder a mi último piso de estudiante cuyas habitaciones, olores y muebles puedo recrear de memoria. Algunas veces sé que ya no tengo las llaves, he terminado la carrera y me cuelo como una ocupa porque sigo sintiendo que es mi casa y que tengo ciertos derechos sobre ella.

Aquel piso de la Calle Huelgas, que apodamos «juergas», era mi refugio y, probablemente por eso, cuando estoy estresada o me acuesto abrazada a preocupaciones, regreso a ese lugar donde todo era posible y en el que los únicos problemas eran la fecha de un examen, qué ponerme para salir o cómo decirles a mis padres que ya me había fundido el dinero del mes.

Aquel hogar de paso, y más concretamente mi habitación, era el lugar donde escribía poemas hasta altas horas de la madrugada, donde tejí mis primeros relatos y hasta redacté un libro sobre la mayor colección del mundo de radios antiguas, que nunca me pagaron.

Esas noches puedo escuchar también de nuevo el gorjeo de palomas posándose en mi ventana para hacerme temblar a costa de los traumas adquiridos tras leer un libro de Patrick Süskind. Varias veces al mes me despierto recordando nítidamente aquel lugar, aquellos días en los que tengo que volver a examinarme de inglés o de derecho, pero termino en el «Europa» cantando ‘Carla' mientras me bebo un ron cola en vaso de tubo.

Ahora que lo pienso, en esos sueños sí que tengo un miedo: el futuro. Temía no poder trabajar como periodista, quedarme encerrada para siempre en esa ciudad castellana y no vivir, o no saber cantarle a la vida. Tal vez esta noche tenga algo que decirme: tranquila, lo conseguirás todo, sigue bailando.