Alguien puede pensar que un faro no es más que una torre en la que ubicar una señal luminosa para los navegantes, pero entonces, es que no ha estado en el Faro de La Mola.
Empezando por su entorno de escarpados acantilados, refugio para miles de «virots» (de los que vuelan), sargantanas autóctonas de colores eléctricos y una flora que solo puede sobrevivir en un enclave así y acabando por la espectacularidad de un edificio único, que desde el lejano 1861 y hasta hoy se ha ido adaptando a diversos usos.
El faro no se construyó para ver, sino para ser visto, pero la panorámica que ofrece su enorme balcón del mediterráneo, es un regalo de la naturaleza. Ese es sin duda uno de los grandes atractivos que ofrece a los miles de visitantes que desde que se abrió al público como equipamiento cultural, no han podido resistirse a dejarse llevar por la magia que se respira en su interior.
Su arquitectura sencilla es la de una fortificación cuadrangular, rematada en su verticalidad, con ese elemento aislado, concentrado en sí mismo en cuyo extremo se aloja una óptica de rotación de doce paneles catadióptricos procedente del Faro de Formentor y que presta servicio luminoso desde 1928.
En sus paredes recientemente reformadas han quedado atrapados los ecos de antiguas conversaciones entre las familias que lo habitaron en el pasado, cuando cada día había que subir a encenderlo.
Y en su exterior, con un poco de imaginación se pueden divisar a las mujeres que subían los barriles de combustible desde Cala Codolar por el camino esculpido en el acantilado, cuando todavía no se había electrificado.
Una parte de su interior se ha museizado, mostrando con acierto la intensa relación de Formentera con el mar y con sus faros.
Bien vale una visita en la que dejar volar la imaginación.
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