Si Ibiza está solitaria en estas fechas, y hasta el pintor Antonio Villanueva confiesa mantener monólogos con pacientes olivos, qué decir de la misteriosa Formentera, la isla con el mayor hándicap alcohólico del Mare Nostrum, donde he visto a sus indígenas tumbar fácilmente a muy machos mexicanos que presumían de desayunar una botella de tequila.
En días de temporal solo la Joven Dolores se atrevía a cruzar los Freus para llegar a Formentera, Ophiussa, Frumentaria…. La robustez de sus nativos era explicada por la falta de matasanos. Sus mujeres, que viven en un entorno más romántico que el de las famosas hermanas Bronte, mandan dulcemente y tienen fama de brujas blancas.
Ahora se puede ir a Illetas, esplendorosamente solitaria, y darse un baño tal como Dios nos trajo al mundo; y luego beber un Ricard y hacer la corte a cualquier criatura gozosa que despierte el invierno de nuestro corazón. Porque o bien se vive cada vez más intensamente o uno se despeña en las brumas del deterioro publicitado por algoritmos robóticos.
¿Pretenden dictarnos cómo vivir? ¡Ja, que se vayan al cuerno! Aquí tenemos la cornucopia y por nuestra sangre corre fuego y vino. Y en Formentera, miserable mortal, es fácil recobrar el amor por la vida.
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