La pasta solo vale cuando sale del bolsillo. Ser rico —como decía el genial Sacha Guitry en Memorias de un Tramposo— no es tener dinero: es gastarlo. El cheque sin fondos es un delito, pero debiera serlo también el fondo sin cheques. El avaro que atesora por el mero placer de acumular, como un celoso dragón que afila sus escamas con el oro, rompe la cadencia de la vida al interrumpir la circulación monetaria. El dinero, por tanto, no es más que energía congelada. Y está claro que lo divertido es gastar, no ahorrar.
Aunque hay unos cuantos pobres millonarios (ya hemos dicho que rico es aquel que sabe gastar alegremente, pero también el que regala alegría con generoso corazón) que pretenden llevarse el oro al otro mundo, como faraones que deben pagar peaje a Anubis y piensan que sus ahorros les abren las puertas del cielo. Pero esos son una panda de patanes. Recuerdo con gusto a un buen amigo de mi padre cuyo motto era: «Mi última peseta se irá con mi último suspiro».
Me vienen tales reflexiones mientras navego por la mar pitiusa color de vino. ¡Qué bien sabe la ginebra a bordo! Una vez me invitaron a navegar en un barco abstemio de menú vegano y tuve que arrojarme al agua, nadar hasta la esmeraldina orilla y encontrar una Nausicaa que revivió al naufrago cronista con la debida ambrosía. Ahí está la gran riqueza mezclada con lux, calme et volupté.
Como sabía el bucanero Mark Twain: Para Adán, el paraíso siempre estará donde se encuentre Eva. Y materia viene de mater, como el nombre sagrado de Carmen invita al encanto.
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