George Mallory era un romántico alpinista cuyos porteadores llevaban cajas de Dom Perignon. Las burbujas del champagne suben divinamente cuando se está cerca de las estrellas y, para enfriar las botellas, basta enterrarlas unos minutos en la nieve. Algunos piensan que coronó el Everest veintinueve años antes que Edmund Hillary y el sherpa Tenzing, pero que murió en lo más peligroso de la montaña: el descenso. Cuando algún cínico periodista, gintonic en mano, le preguntaba por qué quería subir a la cumbre más alta del mundo, Mallory respondía: «Porque está ahí».
Actualmente el Everest atrae a miles de turistas con botellita de oxígeno (los especialistas dicen que tal ayudita rebaja el esfuerzo en varios miles de metros), que guardan paciente cola cerca de la cima. Es el colmo comprobar que la montaña más alta del mundo se ha masificado con unos ejecutivos-alpinistas que, en lugar de un chispeante vino, ponen a enfriar una abominable bebida isotónica. Los verdaderos escaladores deben esperar al mal tiempo para coronar la cima sin aglomeraciones…
Con la alergia que tengo a las colas, me temo que ya no subiré al Everest. Si acaso me daré una vuelta en busca de Shangri-La para bañarme en su fuente de eterna juventud. Aun recuerdo cuando coroné el Toubkal, en el Atlas marroquí. Repartía puros habanos entre mis nobles guías bereberes y añadía un chorrito de vodka al té a la menta; canté un mariachi a una alpinista húngara en el refugio de montaña y, al día siguiente, salvé la vida gracias a una mandarina cuando estaba deshidratado. Desde entonces, solo paseo por la sierra de Es Amunts.
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