Estábamos en el aeropuerto de Stansted, en Londres, donde llegamos con dos horas de antelación a la hora de salida de nuestro vuelo, tras pagar la friolera de 120 libras en un taxi para evitar perderlo. El próximo tren salía demasiado justo y preferimos no arriesgarnos. Primer error.
Charlábamos sobre el viaje, sobre la lluvia, sobre las ganas que teníamos de volver a casa, descansar en un lunes festivo de asueto y poner un par de lavadoras. Los minutos pasaban y la cola de facturación no avanzaba. Una hora después comencé a sentir un sudor frío. Cuando por fin llegó nuestro turno para pasar por el control, me ‘manosearon' con más intensidad y falta de tacto que mi primer novio, haciéndome incluso daño en zonas que no nombraré y, al mostrar mi incomodidad, consideraron que mi nerviosismo era sospechoso. Segundo error.
El día anterior un autobús se había incendiado en aquel aeropuerto y eso hizo que extremasen las medidas de seguridad, cacheando a todos los pasajeros, uno por uno, con ahínco y registrando cada equipaje. Hasta en cinco ocasiones le rogué al hombre que dirigía el cotarro y quien decidía qué maleta se abriría primero, que escogiese la mía. En todos los casos su mirada vacía y sus palabras huecas me dijeron que esperase mi turno. Tercer error.
El teléfono indicaba que nuestro vuelo saldría ya en pocos minutos y estábamos atrapados en mitad de un laberinto del que no podíamos escapar. Comenzaron temblarme las manos.
El señor ‘Ojos Vacíos' cogió lentamente mi equipaje. Le rogué de nuevo que se apresurase y clavó aquellos iris claros, neutros y sin vida en los míos para incidir en que haría lo contrario. Comenzó a moverse con lentitud, a hablar con sus compañeros y a sacar pieza a pieza el contenido de mi maleta, preguntando qué eran aquellas extrañas cosas: «Verá usted señor, eso es una braga, eso un cargador de teléfono y eso joyas». Reconozco que mi tono ya subía varios decibelios. Cuarto error.
En ese momento abrió mi bolsa de líquidos y metió cada bote, con una parsimonia increíble, en una máquina: el sérum de Vitamina C, la crema antiarrugas, la crema de color, el maquillaje, la mascarilla del pelo, el desodorante, el perfume… los minutos seguían pasando. Sigo sin tener ni idea de para qué era ese artilugio. Ya solo quedaban 20 minutos para que el vuelo saliese. Si les soy sincera, no recuerdo ni qué le dije cuando cerré por fin humillada y enfadada mi maleta.
No dominar un idioma en un país foráneo provoca situaciones tan incómodas como llevar un pantalón demasiado pequeño y sentir que se te pegan a cada paso. Tienes la necesidad de disculparte en cada frase y la frustración pegada a la lengua cuando no te entienden o no intentan hacerlo. En aquel caso ‘Ojos Vacíos' no creo que escuchase a nadie, hablase el dialecto que hablase. Les diré que provocaba escalofríos y que sería el protagonista ideal para encarnar a Ignatius J. Reilly, en La Conjura de los Necios de John Kennedy Toole, o a Jonathan Noel en La Paloma de Patrick Süskind. Puede que incluso alargue este artículo y le dedique un relato corto.
En ese momento corrimos. La suerte hace que siempre, en estos casos, tu puerta de embarque sea la última del aeropuerto. Empujamos a gente, doblamos esquinas, subimos y bajamos escaleras y cuando por fin llegamos a nuestro destino nos dijeron que el vuelo estaba cerrado, a pesar de que el avión seguía allí con la escalera desplegada. De nuevo nos respondieron con frases hechas, miradas vacías y el silencio lacerante de quienes creen que la humanidad es un conjunto de personas y no una forma de comportamiento. Domingo por la tarde, Londres y tirados en un aeropuerto.
El final de la historia no fue feliz pero tampoco triste. Fue real, cotidiano para un ibicenco. Tuvimos que pagar dos días más de hotel, nuevos vuelos y regresar a aquel aeropuerto 48 horas después. Eso sí, llegamos con tres horas de antelación, y curiosamente solo nos retuvieron 15 minutos en el control, sin pasar por sus manos, y sin que mirasen nuestro equipaje.
La vida a veces es caprichosa y seguro que me encuentro con ‘Ojos Vacíos' y con sus secuaces de vacaciones en nuestra isla. Entonces, cuando me pregunten por una calle o me pidan ayuda, les devolveré sus miradas secas y les diré en un perfecto castellano: «Lo siento, no hablo inglés».
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