Una cosa es la algarada del pasado domingo y otra, muy diferente, proclamar unilateral y arbitrariamente la independencia en el Parlament el próximo lunes. Lo uno ya se ha visto que, al parecer, apenas trae más consecuencias que la fractura de las fuerzas constitucionalistas, la demostración de que el Gobierno central no sabe por dónde se anda, que la oposición aún menos y que las instituciones están a lo que guste el Ejecutivo. Si las cosas quedasen aquí, seguro que Puigdemont lo firmaba. Pero, si se declara formalmente la independencia desde el Parlament -bueno, desde una parte del Parlament--, se produce un estado de cosas judicialmente irreversible. Mal remedio para este asunto, porque la Justicia española, que es proverbial en su lentitud paquidérmica, también es irreversible cuando hinca el diente: Puigdemont tendrá que acabar en la cárcel.

Bueno, en realidad a Puigdemont ya le tocaría prisión preventiva por presuntos delitos de sedición, sublevación, quién sabe si prevaricación y quizá también un delito electoral derivado de la inmensa magnitud del pucherazo dado este domingo en la preparación, ejecución y desarrollo del ‘referéndum'. Con tales premisas, imposible proclamar la independencia basada en una votación no solo ilegal, sino fraudulenta -no se han atrevido ni a proclamar los datos definitivos de la consulta ante las urnas, supongo que para evitar las risas generalizadas--, con la ruptura de todas las reglas de la seguridad jurídica y del juego democrático. Por mucho menos, y por traer aquí apenas un ejemplo, el fiscal le pide nueve años de prisión al ex presidente murciano, Pedro Antonio Sánchez, envuelto en un caso de muchos menos vuelos.

Y, como los españoles somos constitucionalmente iguales ante la ley, Puigdemont tendrá que afrontar ante un tribunal sus presuntos delitos. No tendría sentido que se quebrase uno de los principios básicos de la democracia, la separación de poderes, interviniendo el Ejecutivo en decisiones que corresponden al Judicial. Cosa que, dicho sea de paso, ha ocurrido demasiadas veces en la historia de este país nuestro, y que es algo que no contribuye mucho precisamente a la confianza de la ciudadanía en que estamos viviendo en un puro estado de derecho.

Nunca he sido partidario de la dureza en el juego de la política, ni creo en el Estado-sancionador. Por el contrario, sí creo en la máxima ‘summa lex, summa iniuria': la aplicación maximalista de la ley, sin tener en cuenta las circunstancias, provoca más males que bienes. Pero más aún soy partidario del imperio de la ley. Entiendo que Puigdemont, y no solamente él, ha cometido delitos (presuntos, perdón) de carácter gravísimo, y debe pagar por ello. No se podría fundamentar un Estado de derecho si así no fuese. Puede que esta premisa resulte políticamente inconveniente, porque acaso dificultaría un entendimiento. Pero la Historia nos enseña que jamás se debe transar con quien quiere pasar a ella con actos inicuos. A Puigdemont, y centro en él las responsabilidades penales, políticas y civiles de muchos, le toca ahora pagar un duro precio. No hay diálogo ni olvido, ni mirar hacia otro lado, para él.