Con o sin Brexit, lo cierto es que el proyecto de unión europea lleva siendo contestado desde hace tiempo. Muchos ciudadanos de los países europeos vienen mostrando su rechazo a una Unión que tiene un importante déficit democrático y un exceso de burocratismo que hubiera hecho las delicias de Franz Kafka.
Recientemente, un antiguo ministro de Asuntos exteriores francés y estrecho colaborador de François Mitterand, Hubert Védrine, ha publicado un libro titulado «Sauver l'Europe!» en el que básicamente postula que para salvar Europa hay que liberarla del dogma europeísta, para lo cual propone tres etapas: pausa, conferencia y refundación. La pausa implica una reflexión de las minorías selectas (élites) sobre el distanciamiento de muchos ciudadanos del actual proyecto. Según Védrine, cuando los pueblos exigen identidad, soberanía y seguridad, todas ellas aspiraciones legítimas, en lugar de ningunearlos hay que ofrecerles respuestas razonables. Una pausa de algunos meses dedicada a la reflexión lanzaría el mensaje de que los dirigentes han tomado en consideración las aspiraciones más acuciantes de sus electorados. Según el antiguo ministro, debería convocarse una conferencia en la que no estuvieran presentes ni la Comisión, ni el Parlamento ni la Corte de Justicia. Europa necesita «una relegitimación política, imposible sin los pueblos». Según él, el Brexit puede verse de dos maneras: como aberración británica o como indicio de un malestar generalizado entre los ciudadanos europeos que exige una refundación del proyecto.
Para el político francés, el mantra de «más Europa» es de una simpleza descorazonadora, ya que precisamente es la hiperregulación de Bruselas (curvatura de los plátanos etc.) la causa de muchos de los males que la Unión padece; de ahí que propugne la subsidiariedad como remedio.
El problema es que el mandarinato de Bruselas no está por la labor de cambiar las cosas y los dirigentes europeos son de tan bajo nivel intelectual y moral que una refundación del proyecto europeo se me antoja poco factible, sobre todo tras el error histórico de la última ampliación al Este, impulsada por un sentimiento antirruso anacrónico heredado de la Guerra fría que condena a cualquier proyecto que se contemple a ser, necesariamente, a dos velocidades.
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