Era azul y mientras subía no había ojos que se apartaran de ella: de su forma, de su parábola y del sentido que describía. Lo más complejo fue la caída, cuando nadie la acompañó con la vista y se tiñó de negro para sentirse pequeña, sucia y vacía».
Permítanme componer estos versos para iniciar este artículo en el que les aseguro que la fama no es sino una serpentina. Se escapa de nuestras manos y ondea llena de color. Si la desenvolvemos con mimo y alegría se exhibe plena y maravillosa para mostrarse llena de vida durante un corto intervalo de tiempo. La fama se nos escurre entre los dedos y nos hace volar durante un instante efímero, para terminar en el suelo, olvidada y barrida por el tiempo. La fama se convierte en basura de una noche que es difícil de olvidar, ya que su aroma y baile nos llevará a recrearnos durante lustros en aquel instante en el que estuvo bailando a nuestro lado.
Cuando nosotros éramos pequeños la fama era un bien escaso, del mismo modo que las serpentinas eran objetos mágicos que solo podíamos lanzar en Nochevieja y que nuestros padres nos administraban para que no hubiese hermano, sobrino, primo o amigo que no tuviese alguno de aquellos papeles serpenteantes a las doce de la noche. La fama era entonces algo lejano que alcanzaban estrellas de la canción, del cine, de la literatura o de la ciencia y que equiparaba en los botes de Nocilla a jugadores de baloncesto y de fútbol. Si querías rozarla, debías esforzarte mucho: estudiar, entrenar, ensayar y dejarte la piel para aspirarla. Nosotros, los de aquella época, esos que no teníamos teléfonos móviles, ni Internet, ni siquiera sueños globalizados, queríamos ser periodistas, médicos, abogados, veterinarios, soldadores, panaderos, maestros o peluqueros. Admirábamos a nuestros padres y éramos felices en nuestro anonimato sin necesitar “me gustas” ni “seguidores” para sentirnos plenos. Fíjense si éramos libres que no necesitábamos nada para iluminar los conciertos a los que acudíamos con las manos libres y la boca llena de canciones porque no teníamos nada con lo que inmortalizar aquel momento, ¡ni falta que nos hacía! Los atardeceres eran nuestros y se impregnaban solo en nuestras retinas, las pocas actuaciones infantiles a las que acudían nuestros padres bailan en sus recuerdos sin necesidad de vídeos y los amigos quedábamos a la misma hora cada sábado en un reloj de cualquier ciudad sin necesidad de mensajearnos continuamente. Cuando estábamos con los nuestros hablábamos con ellos, cara a cara, y nada nos interrumpía y la fama era una Coca-Cola bien fría al amparo de una canción de karaoke.
Hoy, en la época del consumismo, de la sobreestimulación, de las redes sociales, de la televisión basura y de los “realities”, la fama es algo sencillo de alcanzar, fácil de rozar, pero más corta en el tiempo, tal vez porque vivimos demasiado deprisa y no nos regodeamos en disfrutar el momento. Hay niños que quieren ser “tronistas” de un programa de cabezas y valores vacíos y personas que acuden a una primera cita televisada para tener su momento de gloria, o más bien de pena. El amor no se encuentra entre bambalinas y no puede crecer cuando nuestro ego se antepone a los sentimientos; no les digo nada de la credibilidad y de la reputación, que no se llevan nada bien con las ínfulas del protagonismo barato.
No crean que este artículo tiene la banda sonora “del Baúl de los Recuerdos”, ni que vengo a venderles que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque ya sé que con los años tendemos a difuminar nuestros recuerdos haciendo que ponderen los sabores dulces y dejando los amargos en un segundo plano. Nuestro cerebro está muy bien confeccionado y selecciona así sus bases de datos como un recurso de supervivencia. Con estas letras solo pretendo hacer una llamada a la cordura y al valor de las cosas, con esta figura retórica en la que la metonimia entre la fama y la serpentina busca recordarles que lo importante no es quién les aplaude mientras la lanzan embriagados por el ruido y el néctar de los halagos, sino quién les acompaña al día siguiente, cuando el silencio es atronador y nos toca recoger los restos de esta fiesta que es la vida.
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