España es uno de los países más longevos del mundo. Se confirma lo que siempre han pensado nuestras abuelas por encima de talibanes veganos (no es que vivan más, sino que la vida se les hace más larga), o sea, que el aceite de oliva, los huevos fritos con sobrasada, el vino tinto, una copita de cazalla en el desayuno, el gintonic vespertino, el baile, el coqueteo, la alegría… son excelentes para la salud.
La juventud hedonista está especialmente arraigada en las Pitiusas, donde manda el síndrome de Peter Pan. Me lo confirmaba un tiburón del turismo internacional mientras bebíamos un palo con ginebra: Mallorca es el parque jurásico de las Baleares, Ibiza y Formentera son para la gente joven de cualquier edad y Menorca es la patria de los nostálgicos que todavía creen en la gauche divine.
Me alegra mucho porque la juventud es gratamente contagiosa. ¡Cuántos amigos he dejado atrás porque se han aburguesado y ya no creen en los sueños de infancia! Me llaman inmaduro. Nos separan océanos de aventura y vanidades y la chispa en los ojos es muy diferente. Goethe fue plenamente feliz cuando se escapó a Italia y se enamoró a los ochenta de una coqueta adolescente polaca. Picasso decía que hay viejos niños y niños viejos. Cela sabía que cuando se es joven, se es para toda la vida. Dalí, a la impertinente entrevistadora que le preguntó que cómo se llevaba con los jóvenes, respondió: «Con todos los que son más jóvenes que usted, divinamente».
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