La fruta madura cuando está en el día perfecto para ser consumida es la más deliciosa. Los colines de pan son el mejor manjar antes de comer, cuando te los regalan asida de la mano de tu madre volviendo del colegio, acompañados de una caricia en la cabeza. Los regalices, chupachups y, en esencia, las muestras de afecto de las personas a las que ves todos los días, aquellas a las que sonríes cada mañana, conoces por su nombre y en cuyas tiendas o negocios has vivido multitud de momentos, son la razón por la que muchos apreciamos con gran intensidad la vida de barrio.
Los que venimos de lugares pequeños, mágicos, de esos que parecen una trampa y donde nuestra libertad se despierta cada día con resaca, tenemos a cambio instantes de gozo en los que nos sentimos apreciados por quienes nos rodean. En muchos casos huimos de ellos, presos del pánico de sentirnos demasiado conocidos para el resto, para entrar dócilmente en una jaula similar donde reconocer las sensaciones de nuestra infancia.
Vengo de un barrio donde no necesitaba cruzar ninguna carretera para tener una vida, con una frutería pegada al portal, donde mi padre arreglaba semana sí, semana también, los cacharros que la mantenían en pie, ofendiéndose cuando se ofrecían a pagarle las dos dulces hermanas que la regentaban. Todos los días cuando cerraban, para compensarle, nos traían varias bolsas de fruta y verdura de esas “que no se pueden vender porque no son bonitas aun siendo las mejores”. Durante años me ofrecieron de estraperlo cuando hacía la compra con mi madre puñados de aceitunas o anacardos, y me contaron historias sobre países lejanos. Al otro lado de la acera estaba el kiosco en el que entre periódicos, revistas y cómics nos llenábamos los bolsillos de gominolas y las manos de “flashes” a cambio de ayudar a despachar alguna tarde. Los regalices de palo y los cromos se pasaban de contrabando entre los niños del barrio que nos apostábamos canicas, chapas y saltarinas tirados en la acera al amparo de dos columpios y un banco.
Muy cerquita estaba la peluquería en la que nos cortaban la melena, para nuestra desgracia, con un estilo ochentero de esos imposibles que todavía nos tienen traumatizadas. Pegado a ella se erigía un colmado en el que si nos portábamos bien nos compraban una “Pantera Rosa” o un “triángulo de crema”. La pescadería en la que los cangrejos siempre nos saludaban amenazantes, la charcutería donde escogíamos el embutido del bocadillo con generosas degustaciones o la librería donde nos permitían leer un rato el comienzo de cada cuento antes de escoger el que nos llevaríamos a casa, eran otros de los lugares cotidianos y extraordinarios que visitábamos cada día. Vengo de un barrio con tres bares donde nos ponían mosto rojo para que nos creyésemos mayores y brindásemos con los vinos de nuestros padres, siempre con tapa para acompañar o con deliciosas chocolatinas. Algunas veces caía incluso un “huevo Kínder”.
En mi barrio pasaban cosas, había vida. Todo el mundo se interesaba por el estado de salud de la familia y sabía tus notas. Aquello que hoy describo sonriendo y con un poso de nostalgia fue también lo que hizo que me marchara para empezar un camino en el que poder ser yo misma y no el último eslabón de una cadena.
A pesar de eso hoy vivo en un barrio en el que no necesito cruzar más de una carretera para tenerlo todo. Saben cómo me gusta el café y que soy intolerante a la lactosa. En mi nuevo barrio son muchos los que conocen mis platos preferidos y qué manjares me pierden. Aquí al lado dan golosinas a mi perra cuando paseamos junto a la tienda canina, pegadita a mi peluquería de adulta donde ahora sí respetan que solo me quiera cortar “dos dedos” el pelo. En mis barrios, en el de mi casa y en el del trabajo, los “vecinos” pasan a buscarme para escaparnos a tomar un zumo o lo que se tercie, los abrazos desfilan todos los días y duran más de siete segundos, y la complicidad y esa placentera sensación de sentirte apreciada me abrigan con la misma intensidad fina y deliciosa que cuando tenía 10 años.
Al final, cuando nos hacemos mayores es cuando nos reconciliamos con los niños que llevábamos décadas aplacando, para reconocer que lo que nos hace felices es lo que siempre nos ha hecho sonreír y sentirnos grandes. Ni más ni menos.
Mi ciudad y mi barrio en Aranda eran un bozal para mis ambiciones a los 18 años. Hoy, mi ciudad y mi barrio en Ibiza son una gran playa en la que puedo correr hasta perderme. La diferencia es que tengo 20 años más y que este aroma a hogar es lo que quiero ser oliendo. #todosconelpequeñocomercio #nocerréisnunca
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