Llegué tarde, como a todo en mi vida, pero llegué. Y lo que me encontré no fue del todo decepcionante, al principio. Cinéfilos, ‘analistas' políticos sesudos, ocurrentes, gente que recomendaba libros y hasta algún premio Nobel que colgaba sus artículos. Pero aquello se fue inflando. Brotaron como hongos los ‘tuitstars', unos seres con mucho ingenio y con tiempo para parir ocurrencias sin cesar, y muy pesados; y luego los trolls, esos ‘valientes' que parapetados tras un nombre falso y una foto de internet insultan y después preguntan (a veces ni preguntan).
Muchos de ellos están a sueldo de partidos políticos u organizaciones de distinto pelaje, otros no tienen afiliación, pero sí grandes complejos que destilar. Insultan si eres rojo, si eres pepero, si eres gay, si eres del Atleti o del Betis, si eres rumano o de Santander; el motivo es lo de menos. Y lo peor no es que existan, sino que contaminan, estorban, distraen...
Los filtros son difícilmente compatibles con una libertad de expresión que muchos convierten en libertad de agresión, pero la verguenza si. Me los imagino rastreando el ‘timeline' en busca de una nueva víctima, mirando de reojo a la puerta de la habitación o del despacho, no sea que entre su pareja, su hija, su compañero o su padre y descubra lo miserable que puede llegar a ser. Por culpa de ellos, twitter vive un mal momento, aunque todo es susceptible de empeorar.
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