Peinan canas y coletas. En su baño conviven las colonias infantiles con los selladores de dentadura postiza, y en su nevera descansan los yogures rosas para niños con los que recomiendan para incrementar la masa ósea en los albores de la senectud. Últimamente eluden bajar las escaleras y son más asiduos al ascensor pero son capaces de agacharse en dos segundos para servir de caballo a sus nietos. Madrugan para llevarlos al colegio cada mañana, los recogen con una sonrisa cosida a la boca y les dan de comer los mismos manjares que ya embelesaron a sus padres para, acto seguido, contarles los mismos cuentos con la voz tibia y el amor dibujado en los ojos.
Ellos, que solo pisaron hace dos o tres décadas la consulta del dentista para acompañarnos a nosotros, las tiendas de moda para que estrenásemos ropa los domingos y que organizaban maravillosas cenas de amigos en casa, para no gastar lo que estaba destinado a pagar nuestros estudios, siguen hoy llenándonos
los tuppers y solucionándonos la vida.
La conciliación no existe, no al menos en las familias normales en las que los malabarismos entre jornadas de más de ocho horas son incapaces de encajar con guarderías, centros escolares, clases de inglés, de música, de tenis, de fútbol… amén de gripes y varicelas que nos imposibilitan quedarnos al amparo de esas caritas para las que lo somos todo. Menos mal que muchos cuentan con superhéroes con el pelo blanco, unas deliciosas arrugas producto de habernos sonreído mucho durante toda su vida y proveedores de los mejores abrazos del mundo.
Están cansados y no se quejan. Reviven, con menos paciencia y más manías, los mismos dolores de cabeza que ya tuvieron con nosotros, y encima les damos lecciones sobre cómo se debe educar a los hijos, qué deben comer o cómo queremos que les traten las horas que se los dejamos en salvaguarda. Y la verdad, yo me pregunto, ¿acaso no lo hicieron estupendamente en nuestros casos? ¿No tienen más experiencia que nosotros en lidiar con mocosos y torear a los adultos prepotentes en los que nos hemos convertido?
En el caso de mis padres, porque en este delirio de reconocimiento asumo que son los más especiales que nunca podría haber soñado, sé que su generosidad es tan grande, tan pura y tan honesta que no contemplan no revivirnos en sus nietos. Cuando veo a mi madre llamar “perlas” a mis sobrinos y su mirada cautiva entona junto a sus voces infantiles temazos de Marisol se me cae la baba e incluso reconozco que siento un poco de celos. Mi padre, ese señor altísimo, guapísimo y que siempre olía a after shave, sigue embelesándolos como lo hacía conmigo, convirtiendo cualquier juego en el mejor del mundo.
He visto a otros padres como los míos deshacerse en cariño con sus nietos y dejar a sus cónyuges dando vueltas a la manzana para dormir a sus sucesores cuando vienen a verme a reuniones.
Otra susurra a mis amigas que se permitan salir un día a cenar y que ella les hará de “canguro”. Los hay que se vienen a Ibiza a ayudar a sus hijas los primeros meses, para luego repetir la visita cada poco tiempo, y aquellos que hacen que las cuestas de enero, de septiembre y de agosto sean menos pronunciadas regalándoles los libros del cole, los regalos de Reyes o los campamentos de verano.
Peinan canas y tienen coletas. Si ya pensaba que el listón de mis padres estaba muy alto, ahora que soy espectadora de su calidez humana en primera persona asumo que siempre jugaré en segunda.
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