El secuestro de quince soldados británicos a punta de pistola por parte de Irán, que ha esgrimido como argumento que éstos habían invadido aguas territoriales propias, no hace sino elevar la tensión en la zona y provocar una grave crisis entre el país de Oriente Medio, Gran Bretaña y la Unión Europea. Y este conflicto se suma al espinoso asunto del enriquecimiento de uranio, que ha motivado ya varias resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Naturalmente, ninguna de ellas tan grave como la imposición de sanciones por la detención de los militares.
Como siempre sucede en estos casos, la población civil es la que tiende a llevarse la peor parte de estos enfrentamientos y la que sufre en sus carnes los bloqueos económicos y todo el peso de las medidas restrictivas que impone la ONU. Ahora bien, el comportamiento del régimen de Mahmud Ahmadineyad no puede quedar sin reacción alguna de la comunidad internacional.
Teherán debe renunciar a sostener un pulso constante con Occidente con continuas bravatas y amenazas que, de seguir por este camino, podrían derivar en peores actuaciones absolutamente reprobables y rechazables.
Aunque está claro que el problema de fondo, el que debe resolverse para acceder a una normalización de la zona es el del integrismo islámico. Y eso sólo puede hacerse desde el mismo país. Son los propios iraníes quienes deben caminar hacia vías más abiertas y democráticas.
En esta senda deben contar con toda la colaboración precisa de la comunidad internacional, sin injerencias en su política interna. Pero, por el momento, es absolutamente preciso que el Gobierno iraní se dé cuenta de que no se pueden consentir actuaciones que supongan un ataque frontal a otros países.
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