El caso del envenenamiento del ex espía ruso Alexander Litvinenko, amén de poner sobre la mesa el turbio asunto de la responsabilidad criminal que se esconde tras este luctuoso suceso, que bien podría alcanzar al mismísimo presidente Vladimir Putin, ha evidenciado la extrema debilidad frente a ataques con sustancias radiactivas. El polonio 210, elemento utilizado para acabar con la vida de Litvinenko, ha ido dejando su rastro por los diferentes lugares en los que estuvo y ha contaminado a personas que estuvieron en contacto con él.
Una de las peores hipótesis que se manejan en estos momentos es la posible utilización de estas sustancias extremadamente peligrosas por parte de grupos terroristas, que ya han usado en otras ocasiones elementos químicos, como el gas sarín en el metro de Tokio.
El salto cualitativo que se podría dar es muy preocupante, por cuanto la actuación de estas sustancias no es inmediata (el daño lo van produciendo de forma gradual, salvo cuando se utilizan cantidades muy significativas), pero se dilata en el tiempo afectando durante años a todo elemento que entra en contacto con ellas.
Por todo ello es preciso que se esclarezcan cuanto antes las circunstancias de la muerte de Litvinenko, que se averigüe cuál es la procedencia del polonio 210 y quién tiene acceso a estos materiales. Es evidente que va a ser preciso mejorar los sistemas de control para evitar que se produzcan situaciones no ya de envenenamientos individualizados, como en el caso que nos ocupa, sino además ataques irracionales de mayor alcance.
La seguridad de las personas debe ser una prioridad y ésta sólo podrá conseguirse eliminando el riesgo de que se produzcan estas situaciones.
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