Nueva York todavía no se ha recuperado de los brutales atentados del 11-S, actos que sacaron a la luz la vulnerabilidad de los Estados Unidos y que otorgaron al presidente Bush unos poderes extremos que ha aprovechado durante cinco años sin que, por el momento, se haya reducido el nivel de alerta por terrorismo en todo el territorio norteamericano.
El 11-S, que causó cerca de 3.000 muertos, fue el detonante utilizado por Bush para lanzar una campaña amparada bajo los argumentos de la democratización de Oriente Medio y de terminar con el fundamentalismo islámico, usando como método las invasiones y ocupaciones militares. Si bien en un principio se disparó la popularidad del presidente norteamericano, el desgaste sufrido desde entonces le ha llevado a variar su discurso para seguir convenciendo a los ciudadanos de que su política contra el terrorismo es la única que puede evitar otro 11-S.
Han pasado cinco años y se ha demostrado que la invasión de Irak no ha dado los resultados esperados. Además, el tiempo ha sacado a la luz los denigrantes tratos sufridos por los prisioneros de guerra en las cárceles iraquíes y, lo peor, la violencia continúa con mayor saña si cabe.
Los norteamericanos no olvidarán nunca los atentados del 11-S, pero tampoco deberían dejar en un segundo plano los graves errores cometidos por Bush para justificar su política frente a los terroristas fundamentalistas.
Es muy posible que el presidente de EEUU termine su mandato dentro de dos años sin conseguir ser reconocido como el líder que consiguió imponer la paz en Oriente Medio. Es más probable que lo finalice sin haber devuelto la seguridad a sus ciudadanos, sin haber eliminado la alerta antiterrorista en su país y con un Irak envuelto en un permanente estado de guerra civil.
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