Se está poniendo fea la cosa en Irán, al menos para sus eternos
enemigos, es decir, Estados Unidos y sus países aliados. Es cierto,
rotundamente, que en el país islámico gobiernan dirigentes que
viven y obligan a vivir a sus compatriotas de una forma que
nosotros no logramos comprender. Es cierto que se trata de un
régimen teocrático en el que dominan los clérigos más radicales,
con su peculiar visión del mundo y de la vida. Y es cierto que ese
ejemplo no es para Occidente el mejor de los posibles, en una zona
del planeta que se parece demasiado a un polvorín.
Pero también es cierto que Irán es un país soberano y, como tal,
tiene derecho a organizarse como mejor le plazca. El revuelo
organizado por la reanudación de su programa nuclear parece una
reacción de temor ante la posibilidad de que este país pueda
convertirse en una amenaza militar directa contra naciones como
Estados Unidos o Israel. Y ese hecho, que ya ocurrió meses atrás
con Corea, no deja de entrar dentro de lo lógico.
Ahora el Consejo de Seguridad de la ONU tiene que mediar en el
conflicto, proponiendo quizá sanciones contra Irán por desobedecer
las reglas del juego internacional. Pero no podemos pedir a unos
países que detengan su investigación armamentística -aunque sea
nuclear-, mientras sus enemigos naturales se arman hasta lo
indecible y al mismo tiempo que otras naciones «amigas» de Estados
Unidos desarrollan programas nucleares con total normalidad. Lo que
se impone es un poco de sensatez y la necesidad imperiosa de
contemplar el mundo de forma global. Si estamos todos de acuerdo en
que el uso de la energía atómica como arma de destrucción es una
idea nefasta, hay que abandonarla. Pero todos, los poderosos y
también sus rivales.
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