El atentado en el que perecieron siete agentes españoles del
Centro Nacional de Inteligencia destacados en Irak provocará sin
duda múltiples reacciones y largos debates políticos, pero en el
día después, el sentimiento mayoritario de los ciudadanos del país
es el de consternación frente a la terrible pérdida de vidas
humanas. Consternación e indignación al ver el cruel trato y las
vejaciones a las que los asesinos e incluso algunos niños, sometían
a los cadáveres, pisoteando sus cuerpos y propinándoles
patadas.
Tiempo habrá para cuestionarnos muchas cosas, pero ahora es el
momento de estar al lado de las familias de los fallecidos, de
solidarizarnos con ellas y acompañarlas en este trágico trance que
les ha deparado el destino. Del mismo modo que debemos exigir a las
autoridades, al Gobierno y al Ministerio de Defensa, que cumplan
con su obligación y respalden en tan duras circunstancias a estas
personas.
Y, sobre todo, seamos extremadamente respetuosos con los que han
perdido la vida cumpliendo con su deber como militares a las
órdenes del Gobierno lejos de nuestras fronteras, en un país que
está destrozado después de décadas de violencia. Esta última guerra
ha sido el último capítulo, al que precedieron otros conflictos
bélicos que sólo sirvieron para empobrecer más Irak y encumbrar a
un Sadam Husein que, no nos llevemos a engaño, ejerció el poder
desde el despotismo y la crueldad.
Naturalmente que para los españoles se hace muy difícil digerir
las imágenes de la televisión tras el ataque al convoy en el que
viajaban los agentes, pero esto no debe provocarnos absurdos deseos
de venganza. Debemos mantener la cabeza fría y reaccionar con
serenidad ante circunstancias tan trágicas y adversas.
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