Si hay algo que a estas alturas está claro es que el paulatino incremento de denuncias de los últimos años vivido en las Pitiüses ha tenido que ser contestado simplemente con un aumento de la efectividad policial y el sobreesfuerzo de sus efectivos habida cuenta de los casi nulos cambios en la estructura de los distintos cuerpos y en sus dimensiones. Hoy por hoy es la seguridad, o mejor dicho la inseguridad, el tema que ha pasado a ocupar el primer puesto de las preocupaciones de los ciudadanos. Es lógico. Superado el gravísimo trance del desempleo, los delitos que estropean una calidad de vida que era hasta ahora envidiable han pasado a convertirse casi en una obsesión para los residentes y en un verdadero quebradero de cabeza para los que nos visitan ocasionalmente, que pueden ver arruinado su descanso anual por el robo de sus pertenencias cuando no por la propia amenaza de la violencia. Si a estas alturas de la historia no somos capaces de afrontar la principal aspiración de las personas "su integridad y la de sus pertenencias" es que no se ha puesto suficiente esfuerzo. Y estamos hablando de un derecho fundamental, o incluso más, de una necesidad vital por la que el Estado se debe desvivir, sobre todo porque no podemos permitirnos el lujo de que se extienda el conocimiento de que delinquir en Eivissa es algo provechoso, de que las posibilidades de salir impune son tan altas que se convierten, prácticamente, en una invitación. Es cierto que en esto las Pitiüses van acordes con lo que sucede en el resto del Estado, pero las condiciones y características de estas islas hacen que, si cabe, el hecho pueda ser considerado un poco más grave. Además, es mejor atajar el hecho antes de que se enquiste, de que los grupúsculos se conviertan en grupos organizados, de que los más frecuentes hurtos sin violencia se acaben transformando en casos de agresiones y amenazas. No es siquiera una cuestión de imagen, es una cuestión de simple supervivencia.