Han pasado veinticinco años desde que los españoles recuperamos
el derecho al voto y, después de felicitarse por la estabilidad
conseguida por la democracia "a pesar de amagos como el del 23-F"
es momento conveniente para hacer algunas reflexiones sobre la
situación actual, un cuarto de siglo después.
Si preguntamos a las mujeres que en aquellos días abanderaban la
lucha feminista "hasta entonces en silencio, naturalmente", nos
dirán que el balance es más que positivo, pues se han conseguido
hitos jamás soñados en la historia de nuestro país (a excepción de
un brevísimo período durante la II República). No todo está hecho,
por supuesto, pero tenemos leyes que regulan el divorcio, el aborto
y la posibilidad de acceder a cualquier ámbito de la vida
profesional. Pero en otros aspectos la democracia española "como en
la mayoría de países europeos" ha alcanzado un grado de rutina
preocupante. La generación nacida en esos días es hoy adulta y da
por sentado que gozar de libertades y derechos es algo natural,
cuando, por desgracia, suele ser una excepción en este mundo
nuestro. De ahí que en las sucesivas citas con las urnas la
abstención haya ido ganando terreno progresivamente, hasta
convertirse en opción mayoritaria. Y no sólo por dejadez ciudadana,
sino también como herramienta de castigo por parte de los votantes,
hartos de que se incumplan sistemáticamente los programas
electorales.
Y ésa es precisamente la más dura crítica que hoy podemos
plantear a nuestro sistema democrático: el ciudadano tiene muchas
veces la sensación de que el pueblo no es soberano y que, en
realidad, son los clásicos poderes fácticos "multinacionales,
banca, prensa, políticos..." quienes dirigen los hilos. De
cualquier forma, con imperfecciones y todo, como suele decirse, la
democracia sigue siendo el menos malo de los sistemas. Y mejorarlo
día a día está en manos de todos.
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