Los líderes del mundo desarrollado han abandonado a su suerte la Cumbre sobre el Hambre que se desarrolla en Roma, mientras sus ministros de Interior se afanan en preparar la Cumbre de Sevilla que tratará sobre cómo combatir la inmigración ilegal. Una paradoja que muestra claramente en qué mundo vivimos. Que millones de seres humanos sobrevivan a duras penas en unas condiciones lamentables preocupa poco "por no decir nada en absoluto" a los dirigentes más poderosos del planeta, pero cuando estos desgraciados se lo juegan todo a una carta y deciden arriesgar la vida para intentar salvar a su familia infiltrándose en el primer mundo, entonces sí, cobran una importancia crucial.

La peor hipocresía y la más peligrosa demagogia se dan la mano en este asunto. No hay que mover un dedo para que esa inmensidad que es el tercer mundo empiece a ver la luz, al contrario, es preferible sostener gobiernos corruptos y políticas vergonzosas "venderles armas para que emprendan guerras fraticidas" para que nada cambie. Y, a la vez, hay que blindar fronteras, agilizar deportaciones, crear campos de internamiento, tratar a los inmigrantes como al peor de los delincuentes para que desistan en su intento de abandonar la suerte cruel que les ha tocado.

El síntoma "inmigración, prostitución, terrorismo" se ve desde los centros de poder como una enfermedad que hay que combatir y nadie parece darse cuenta de que por mucha persecución y acoso que sufran los pobres, sólo dejarán de constituir un problema cuando dejen de serlo. O sea, cuando desde Washington y Bruselas se decida, con valentía, que también en el sur tienen derecho a una vida digna en su propia casa y con sus propios medios. Algo que ahora se les niega.