Tal vez lo peor que le puede ocurrir a una ley es tener un carácter represivo y, por añadidura, resultar parcialmente ineficaz. Sería el caso de una Ley de Extranjería que poco o nada ha contribuido a aliviar la situación para la que fue articulada. La Ley que no quisieron los conservadores "que no contaban entonces con mayoría absoluta" estuvo en vigor apenas un año. Ya con el PP como fuerza política hegemónica, se aprobó una segunda hace cerca de año y medio. Vistos los deficientes resultados se anuncia ya una tercera. Semejante hipertrofia legislativa en tan escaso margen de tiempo habla a las claras de una legislación de más que dudosa eficacia. No es preciso disfrutar de la categoría de legislador para deducir que aquí no es cuestión de hacer nuevas leyes sobre la marcha, sino de hacerlas mejor. Eso es algo que entiende un ciudadano medio español, por cierto especialmente sensibilizado ante el tema de la inmigración. Pero el problema no se reduce únicamente a un texto poco adecuado a la realidad que se vive, ya que también nos encontramos con serias contradicciones e irregularidades en la aplicación del mismo. Buena prueba de ello la hemos tenido estos días merced a esa denuncia llevada a cabo por el Defensor del Pueblo, en un aspecto concreto como es el de la repatriación de menores a Marruecos que se lleva a cabo vulnerando el Gobierno la propia Ley de Extranjería. O en ese cuestionamiento aireado por el Ayuntamiento de Barcelona respecto a los datos sobre inmigración facilitados por la Delegación de Gobierno en Cataluña, que al parecer habrían sido elaborados al presente con informaciones del año 2000. En suma, el tránsito de una ley que fue reputada inicialmente de permisiva hacia una ley tachada hoy de represiva, no ha contribuido precisamente a mejorar la situación. Y en los tiempos que corren, una regulación sensata de la inmigración nos parece una medida de primera necesidad.