Las cumbres que tratan del asunto se suceden, pero el problema subsiste en toda su crudeza, sin que se perciba una disposición real a solventarlo. En pleno siglo XXI, la pobreza continúa siendo el gran azote de la Humanidad al igual que lo fue en el pasado, pero con un agravante, un patético agravante. Y es que hoy, como nunca ocurrió antes, existen medios más que suficientes para haberla erradicado del planeta. El desarrollo técnico y tecnológico permitirían un aprovechamiento de los recursos capaz de garantizar la subsistencia de la población mundial. Y sin embargo ello no ocurre. Falta la voluntad auténtica de acabar con la pobreza. Algo que, en el fondo, resultaría muy sencillo. Con sólo una quinta parte del 1% de las rentas de los países ricos, se alcanzaría el objetivo de reducir la pobreza del mundo a la mitad antes del plazo fijado del 2005. Pero no será así por la sencilla razón de que los poderosos, con los Estados Unidos a la cabeza, no se muestran dispuestos a aumentar sus aportaciones al respecto. Es terrible tener que reconocerlo, pero para los ricos la pobreza es negocio. Las guerras que mantienen entre sí las naciones pobres se hacen con las armas que les venden las naciones poderosas; cuantos más conflictos se desencadenen de la mano de la pobreza y la ignorancia, mayores serán los beneficios de los países ricos. Cuantas más dificultades para el comercio existan en los países del Tercer Mundo, mayores serán las ganancias de terceros, naturalmente occidentales. Denuncias de este corte podrían hacerse hasta la saciedad. Hasta que no se lleve a cabo una verdadera guerra contra la pobreza, todo resultará inútil. Ése debe ser el objetivo de un mundo que se pretende civilizado. Así lo ha recordado recientemente el secretario británico del Tesoro: «Del mismo modo que luchamos juntos contra el terrorismo, debemos luchar juntos contra la pobreza».