Más de un siglo de historia de este país se despide hoy. Han
sido 133 años soñando con la peseta, una vieja compañera que todos
hemos deseado tener. La mayoría de nosotros se ha olvidado ya
completamente de ella, porque en esto de los dineros no hay
fidelidad que valga, y hemos abierto los brazos y los bolsillos a
la nueva moneda, el euro, sin prejuicios. Tanto que en sólo dos
meses hemos aprendido a manejar con soltura toda esa ristra de
monedas y billetes que la Unión Europea nos ha impuesto con la idea
de competir en igualdad de condiciones con el poderoso dólar
americano.
De momento las cosas no están demasiado claras, pues aunque la
moneda nació en paridad con el dólar, los avatares han ido
depreciando su valor hasta estabilizarse. A los ciudadanos de a pie
todas esas apreciaciones macroeconómicas se nos antojan distantes.
Lo que realmente importa es que el euro forme parte de nuestra
economía cotidiana. La peseta ya no estará presente en nuestras
transacciones del día a día, pero sí se convertirá en chatarra
reciclable, en motivo de colección y en pieza de museo. Nunca la
olvidaremos "conservamos mil anécdotas con ella" y, seguramente, en
nuestros mecanismos cerebrales seguiremos comparando los precios en
nuestra vieja divisa, que es con la que aprendimos a contar.
De todas formas, quienes aún conserven pesetas en sus carteras
no deben perder la calma, pues los bancos seguirán cambiándolas
hasta junio, aunque, eso sí, ya no podremos utilizarla en nuestros
pagos habituales. Un cambio radical, sí, pero que nos ha resultado
"pese a los temores iniciales" mucho más liviano de lo previsto.
Porque, qué duda cabe, cuando de dinero se trata todo el mundo se
espabila y, de ahora en adelante, el euro, que ya ha ocupado
plenamente nuestro corazón financiero, será el rey de nuestros
sueños más ambiciosos.
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