El mundo se halla en una tensa espera, sabiendo que estamos a las puertas de una nueva guerra que, según ya han anunciado las principales autoridades norteamericanas, será larga en el tiempo y en absoluto convencional. El enemigo no es nuevo, pero no se trata de un país concreto, sino de localizaciones de campos de entrenamiento o refugios de terroristas esparcidos por el globo terráqueo. El compás de espera abierto tras el mayor ataque terrorista sufrido jamás por Estado alguno, provoca muchas incertidumbres y el temor de la opinión pública ante lo que pueda acontecer a partir de ahora.

En este punto es positivo escuchar de boca del vicepresidente de EE UU, Richard Cheney, que «ésta no es una guerra contra el Islam». De la misma manera que tranquiliza que los países árabes moderados mantengan una posición razonable y que el presidente del Gobierno israelí, el radical Ariel Sharon, comience a dar muestras de ceder, aunque sólo sea en una pequeña parte, ante las enormes presiones de la Casa Blanca para el relanzamiento del proceso de paz en Oriente Medio.

Aunque del otro lado se oigan los llamamientos a la Guerra Santa de los radicales islámicos y de los talibanes de Afganistán, debemos en estos momentos mantener una buena dosis de serenidad. Estamos ante un conflicto extremadamente grave, cuyas consecuencias en muchos ámbitos están aún por ver.

De todos modos, las actitudes catastrofistas no son, en estos momentos, en absoluto positivas. No estamos ante un colapso absoluto de todos nuestros sistemas, sino ante el reto de superar una importante crisis que, sin duda, va a poner a prueba la capacidad de respuesta no sólo de EE UU, sino también de los países occidentales. Es en ese camino en el que hay que perseverar.