Desde el 4 de enero de 1999, el euro ha caído en torno al 25% respecto al dólar. Algo que resulta relativamente difícil de explicar recurriendo a conceptos estrictamente económicos. Entre otras razones porque la mayoría no dan explicación al hecho de que el euro esté en plena depauperación, cuando la economía de los 11 países que suscriben la moneda única vive un período de vitalidad y fortaleza extraordinarias. Por descontado que pesan sobre el euro factores de difícil cuantificación, pero de innegable influencia, que perjudican su estabilidad. Como sería, por ejemplo, el hecho de que es una moneda que no se «ve», que no circula "aunque parcialmente lo hace" como auténtica moneda única. No obstante parecen más preocupantes otro tipo de condicionantes, a la vez causa y efecto de la debilidad del euro, que empiezan a advertirse y que guardan relación con lo político. Es un hecho a estas alturas constatable que la debilidad del euro está generando tensiones entre los países miembros de la unión monetaria. Entre el «euroescepticismo» de los ciudadanos de este continente, dirigentes de distintos países han inicado ya un turno de acusaciones mútuas en las que se achaca la debilidad de la moneda a unos y otros motivos. Para unos, son las veleidades políticas cometidas por gobernantes de coaliciones de centro-izquierda, las responsables de la fragilidad del euro. Mientras que otros se quejan de la ausencia de auténticas reformas estructurales que se debieron llevar a cabo y no se llevaron, viendo ahí el origen del problema. Sea como fuere, hay algo que parece incuestionable. El euro se está resistiendo de la falta de unidad política en el seno de la Unión Europea. Y todas las políticas y medidas económicas que se adopten con vías a fortalecer a la moneda única de nada servirán, si previamente Europa no se convierte en un proyecto político serio, riguroso, ordenado y, por encima de todo, capaz de ilusionar al ciudadano europeo. En tanto llegue este momento, es probable que el euro continúe languideciendo.