Estambul fue el trágico escenario del último atentado del Estado Islámico, arrojando un saldo de 39 muertos y cerca de setenta heridos. En esta ocasión ha sido la acción de un solo individuo, que disfrazado aprovechando la celebración del Fin de Año, armado con una ametralladora el que ha protagonizado la acción y que todavía no ha podido ser detenido por parte de la policía turca. De hecho, Turquía es, sin duda, uno de los países más castigados por el terrorismo, sólo en el último año han sido alrededor de trescientas las víctimas de atentado terroristas llevados a cabo tanto por el Estado Islámico como por el PKK, el movimiento de liberación del Kurdistán.

Precio por la colaboración. El ensañamiento de los grupos del Estado Islámico en Turquía está vinculado a la colaboración que presta en el conflicto de Siria, desde cuyas bases se llevan a cabo bombardeos de apoyo sobre los enclaves que controlan los integristas. La brutalidad de la respuesta del EI arroja un saldo estremecedor, tanto por su magnitud –la mayoría acaban con decenas de muertos– como lo indiscriminado de sus objetivos –turistas, agentes de policía o eventos deportivos, por citar los ejemplos más significativos–. En esta línea habría que incluir el de ayer, en una discoteca repleta de gente.

Efectos políticos y económicos. Estas ofensivas del EI acaban justificando en occidente las medidas represoras que realiza Erdogán, las cuales también alcanzan a sus opositores y que ha recrudecido tras el fracasado golpe de Estado. Además, el impacto económico sobre la industria turística del país –en el que están involucradas importantes inversiones de cadenas hoteleras de Balears–, una de las más importantes del Mediterráneo, es de dimensiones casi apocalípticas. La llegada de visitantes se ha reducido a la mínima expresión ante el manifiesto clima de inseguridad que se ofrece de cara al exterior. El fin de esta escalada de terror no parece cercano.