La presencia del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, en la ceremonia de reapertura de la Embajada de los Estados Unidos en la capital cubana, La Habana, cincuenta y cuatro años después de la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países, estuvo cargada de un enorme simbolismo. Cuba y Estados Unidos han representado, durante más de medio siglo, regímenes políticos antagónicos que ahora están condenados a entenderse. El paso dado abre una nueva etapa en las relaciones bilaterales que va más allá del fin del bloqueo económico norteamericano. El cambio beneficiará a los propios cubanos aunque también se inicia la incertidumbre del poscastrismo.

Disidencia ausente.Uno de los aspectos más destacados en la apertura de la legación norteamericana fue, precisamente, la ausencia de representantes de la disidencia interna. El gesto no ha pasado inadvertido, aunque sólo cabe interpretarlo como el deseo de no tensar el inicio de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Conviene tener muy presente que en la ruptura del aislamiento internacional del régimen ha sido determinante su apertura interna –como la liberalización de algunos de los presos políticos más significativos–, aunque los poderosos grupos de la oposición a los hermanos Castro que residen en Estados Unidos consideran estas medidas poco significativas.

Triunfo de Castro y Obama. La trascendental mediación de la Iglesia católica ha logrado, por fin, derribar el muro político y económico entre Estados Unidos y Cuba. El objetivo se ha conseguido, sin duda, gracias a que los presidentes Obama y Castro han decidido flexibilizar sus posturas y zanjar una etapa en la historia de ambos países de la que sus respectivos ciudadanos han sido los principales perjudicados. Ahora sólo queda esperar que la nueva dinámica abierta acabe dando sus frutos, tanto en el bienestar de los cubanos como en la garantía en la recuperación de los derechos humanos.