La última visita de Francisco ha sido a Filipinas —bastión del catolicismo en Oriente— y puede considerarse un rotundo éxito, a pesar del viento y la lluvia, del riesgo terrorista y de la amenaza de tormenta tropical que le obligó a abandonar Tacloban precipitadamente. El pueblo filipino arropó con entusiasmo al Papa. Tanto, que en Manila se celebró la misa más multitudinaria de la historia, con seis millones de personas. Pero Francisco no se limitó a bendecir a sus seguidores. No dudó en lanzar un mensaje que, en otros tiempos, habría sido polémico, reivindicando el papel de la mujer y haciendo auto crítica sobre el machismo; demonizando la destrucción de la naturaleza y reivindicando el papel de la familia.
No era fácil enfrentarse a la realidad social y económica del país y Francisco dejó de lado el discurso programado para hacer frente a la espontaneidad de una niña de la calle que le preguntaba por la situación de quienes, como ella, sufren el abandono, el abuso, la pobreza y el dolor. Sin respuesta ante dramas como éste —por desgracia cotidianos en muchos países—, el Papa criticó las estructuras sociales que perpetúan la pobreza, la falta de educación y la corrupción.
Gestos como éste acercan a Berglogio tanto a sus fieles como a quienes no lo son, porque lo convierten en una figura humilde que no pretende tener respuesta para todo, sino que aún se asombra y se rinde ante las lágrimas de un niño.
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