Hace dos semanas, un breve artículo del ‘Economist' sobre finanzas señalaba la posibilidad de que nos encontremos ante el inicio del tercer régimen económico surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Inicialmente, entre los años 1945 y 1973 el orden económico internacional se estructuró en torno al acuerdo de Bretton Woods, en el que se propugnaba un sistema de tipos de cambios fijos, la libre circulación de capitales y el desmantelamiento progresivo del proteccionismo. Durante estos años se produjo un rápido cambio tecnológico.
El automóvil, los aviones, la televisión e infinidad de máquinas y electrodomésticos permitieron un rápido aumento de la productividad y constantes mejoras en los hogares. En este primer periodo, la política económica aplicada en la mayoría de países fue de corte keynesiano: se introdujeron nuevos impuestos que financiaron políticas sociales distributivas (que redujeron las desigualdades sociales) y financiaron nuevas infraestructuras públicas. La política fiscal era el instrumento clave que contrarrestaba los ciclos económicos y regulaba el crecimiento de la demanda.
Todo este esquema empezó a declinar a partir de 1971 con la desaparición del sistema de tipos de cambios fijos, la posterior crisis petrolífera del 73 y los periodos inflacionistas y de aumento del desempleo de la segunda mitad de los setenta. Con el inicio de los años ochenta se produce el cambio del paradigma económico dominante. A nivel internacional, se pasa de los tipos de cambios fijos a una flotación intervenida, se eliminan progresivamente las barreras a la libre circulación de capitales y se impulsa el librecambismo y los procesos de integración comercial regionales. A nivel doméstico se liberalizan los mercados financieros, se privatizan las empresas públicas, se incentiva la economía con la disminución de impuestos y se otorga un mayor protagonismo a la política monetaria y a la estabilidad de precios. Como consecuencia del proceso globalizador y del menor peso de las políticas fiscales se aceleró el crecimiento, pero a costa de aumentar las desigualdades sociales.
Durante estos años el monetarismo como vía instrumental ha sido muy difícil de implementar. Inicialmente, por la inestabilidad de los objetivos cuantitativos y posteriormente, como hemos visto, por sus escasos resultados para incentivar la actividad económica cuando los tipos de interés son excesivamente bajos. Parece claro que se empieza a necesitar un cambio; un retorno a la política fiscal y un mayor control sobre la economía doméstica. Y es en este punto donde aparecen las propuestas (que en principio podrían parecer descabelladas) de Donald Trump. Un retorno al protagonismo de la política fiscal con un programa de gasto de un billón (europeo) de dólares para prolongar el ciclo económico.
Una cierta monetización de dicho gasto y, por tanto, un retorno a la inflación y al aumento de precios, y una mayor autonomía económica con una recuperación parcial de los instrumentos de control de la política comercial para condicionar el movimiento de capitales y trabajadores. De ahí, la retórica de Trump sobre la introducción de aranceles y gravámenes sobre las empresas que deslocalicen su actividad productiva (Ford). El objetivo económico en Estados Unidos no es como en España el desempleo y el crecimiento, sino la equidad social y la identidad, y ambos se pueden alcanzar aislando los salarios nacionales de los internacionales y recuperando la actividad económica deslocalizada en épocas anteriores.
En conclusión, al igual que las políticas de Ronald Reagan y Margaret Thatcher parecían estrambóticas en su momento pero acabaron marcando el rumbo años más tarde, las políticas de Donald Trump y Theresa May pueden ser la ortodoxia dominante dentro de unos años.
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