El artista en el Esapi Micus donde ha inaugurado una exposición. | Pep Tur

El pintor Frederic Amat reconoce que si ha llegado a exponer en el Espai Micus es por el hecho de que es «muy curioso» y le intrigó el ofrecimiento hecho por Katja Micus. Ya en la isla, se confiesa un enamorado de su luz y alaba la convivencia entre la Eivissa «arcaica» que conoció y la isla electrónica que ha surgido en las dos últimas décadas. De respuestas largas, aunque hilvanadas como mecanismos de relojería repletos de anécdotas y recuerdos, Amat varía el tono de su voz durante la conversación, como si cada frase fuera una pincelada en el aire buscando su significado pleno.

—¿Es la primera ocasión en la que expone en Eivissa?
—En las Islas no, hay un anteceddente de hace muchos años. Fue en 1977 en Son Servera. Era un homenaje a Miró, y el propio Miró vino y pude comentar la obra con él. Eso fue poco antes de salir hacia México, para un viaje que tenía que ser de un mes y duró finalmente dos años y medio. Allí, curiosamente, en el catálogo que hicimos se puso una fotografía en la que se veía Dalt Vila al fondo, porque Eivissa era un lugar al que venía mucho en mi juventud; yo y tantos otros. La escapada paradisíaca para muchos de nosotros era Eivissa. Me cargó de energía. De hecho tengo muchos dibujos hechos en la isla. Era una Eivissa distinta a la que hoy podemos encontrar. Curiosamente, hace poco leí acerca de un estudio sobre la convivencia entre la isla arcaica y a la vez la Eivissa abierta a esta generación que bailan al son de la música electrónica, que es un mundo para mí desconocido. Cuando venía me instalaba en el Hotel Corsario, cargaba una moto en el barco de Trasmediterránea y pasaba tres o cuatro semanas al año. Me interesó la arquitectura porque me sorprendió y me gustó mucho. Y fui secuestrado por lo más importante que tiene esta isla, que es la luz, y los pintores comemos luz. Comemos con los ojos y Eivissa me dio su tesoro más preciado, que es su luz. En mayo celebré mis sesenta años en la Isla y la luz era la misma. Pasan los años, pero las luces que tiene uno en la profundidad de su memoria vuelven a reaparecer.

—Hablaba sobre la arquitectura de Eivissa. Sus inicios académicos fueron en la carrera de Arquitectura. ¿Qué queda de aquel estudiante?
—Estudiar arquitectura fue principalmente la excusa para entrar en contacto con la universidad. Estamos hablando de unos años antes de la muerte de Franco y la universidad era un espacio de conciencia política. Yo hubiera hecho filosofía, pero mi historia, como toda historia, es muy complicada. Estudiaba en una escuela privilegiada dirigida por Emili Teixidor, que fue mi profesor de literatura y es uno de los faros de mi vida. Al acabar a los catorce años, a la hora de la reválida, toda la clase quería hacer ciencias y yo era el único que quería hacer letras, lo que me obligaba a dejar la escuela. Seguí haciendo ciencias, cuando realmente quería hacer lo que tal vez finalmente he hecho de un modo más autodidacta. Entonces llegó el momento de escoger una carrera; estaba trabajando en escenografías y pensé que la disciplina de arquitectura me podía ayudar, la lástima fue que la arquitectura de aquellos años era muy paupérrima. Entré en crisis a media carrera y colgué los hábitos y el cartabón de arquitecto para lanzarme a una aventura. Antes que una carrera escogí una actitud de vida, siendo pintor, con todo lo que esto comporta.

—¿Se define como pintor?
—Sí. Pero en el sentido más abierto y más amplio de la pintura. Hace poco estaba viendo la película de Herzog La cueva de los sueños olvidados y en ella se ve como el arte se inicia de un modo perfecto. No porque vayan pasando más años se va pintando mejor. El arte salió perfecto desde el principio. Herzog muestra una cueva de hace 32.000 años y hay unos caballos... ¡hay un minotauro! Luego llegamos al siglo XX y a la experiencia de las vanguardias, que es fascinante. Y aparece el cine, que tiene cien años, es de anteayer como quien dice. Creo que el gran estallido del cine aún está por empezar, porque fue secuestrado por el drama y por el teatro y muchos artistas plásticos han sido tentados, he sido tentado, de usar la imagen en movimiento. Así, llegamos a que el gran legado del siglo XX es la posibilidad de disolver las fronteras entre distintas artes. Hago películas, pero las pinto, y escenografías, pero hay un elemento de pintor, ese ojo que da a ver al público. Y ese dar a ver se puede expresar de muchos modos. La pintura es como un árbol cuyas ramas se abren en todas direcciones.

—Es difícil de etiquetar.
—Soy muy curioso, y a veces es un problema, porque el mercado, creo que de un modo miope, desconfía de la actitud plural del artista. No se dan cuenta de que es exactamente lo mismo. Yo inicié una línea al comenzar a pintar y sigo exactamente en la misma línea. Viajo con ella. Ha madurado, como la vida. La luz se ha cargado de profundidad.

—¿Cada técnica se retroalimenta?
—Son complementarias. Muchas experiencias que he tenido mientras trabajo vienen alimentadas por otras experiencias vividas anteriormente. La cerámica en el teatro y viceversa, por ejemplo. Cuando trabajo en el teatro recargo mucho las pilas, pero llega un momento en el que no lo aguanto más y tengo que volver a la soledad del estudio, y allí llega un punto en el que no me aguanto a mí mismo... La labor que tengo como artista y como persona es la de vivir la vida como una aventura. Ahora creo en cosas que ya están puestas al margen en estos momentos difíciles y peculiares, como es la aventura y el riesgo. Y tenemos a una serie de fantasmas por encima de nosotros que está inculcando el miedo y lo peor es la gente que se ha quedado paralizada frente a ese miedo.

—No ve con buenos ojos la situación social.
—Se ha desecho un invento, que es la sociedad de bienestar, pero el gran drama en las últimas décadas es que cuando al desmantelarse el estado del bienestar nos hemos dado cuenta de que por debajo no supimos tejer una sociedad del bien-ser, del bien-hacer. Uno de los grandes dramas del momento actual es la falta de atención que hay por el mundo de la cultura por parte de las instituciones. Y cuando hablo del mundo de la cultura no hablo solo del arte, hablo de la universidad y hablo de las escuelas. Lo que hay que hacer urgentemente es invertir económicamente pero sobre todo intelectualmente en las escuelas porque el futuro está ahí, en las nuevas generaciones. Veo una gran miopía en esa falta de apoyo a la educación. En cierto modo el momento que vivimos es pavoroso y me rebelo diciéndole ‘no’ al miedo, porque el miedo es inmovilismo, impotencia y es un modo de control. El arte no debe estar sometido, porque es una forma de revelación y de revolución.

—¿El arte sí tiene su papel en este momento de crisis?
—Absolutamente, como forma de conocimiento. Cuando ves una obra de arte, ésta no te da un conocimiento sobre ella misma, sino sobre ti. Cuando te gusta una obra de arte lo que sientes es el disfrute del conocimiento de ti mismo que te ofrece la obra. El arte, la cultura, es la gran defensa y la gran solución para momentos de crisis. Pero nosotros no estamos en crisis. La crisis la ha traído una sociedad desbocada con unos valores equivocados al acabar el siglo XX. Es el testimonio del fracaso de este capitalismo. Pero al mismo tiempo es un momento fascinante por lo que supone de reinvención de cada uno de nosotros. Y al reinventarnos debemos tener en cuenta la importancia de la solidaridad, una palabra que casi nadie utiliza desgraciadamente. Hay que ser solidarios como nunca.

—Nunca se ha cerrado hacia otras visiones del arte, ha trabajado sobre textos de grandes escritores y ha colaborado directamente con poetas como Joan Brossa...
—A Brossa le filmé su primera película, Foc al càntir. Brossa es otro de mis faros. Es de los pocos poetas que admiraba a Lorca, porque muchos lo miran desde cierta distancia. Le dije que trabajaba sobre el guión de Lorca Viaje a la luna, de 1929, que se perdió durante sesenta años. Tuve la suerte de llevarlo a la pantalla y lo vi junto a Brossa. Una de sus virtudes era que siempre decía la verdad. Como decía él, nunca se ponía peluca o bigote postizo. Cuando vio la película me hizo un gran elogio con una simple pregunta: ‘¿Puedo volver a verla?’. La volvimos a ver, nos fuimos a comer y sugirió que hiciéramos algo juntos. Allí apareció sobre la mesa el guión de Foc al càntir, que había escrito para Dau al Set en los años cuarenta y que no se había rodado. Años más tarde la rodé con música de Carles Santos.

—¿Dónde ve su futuro el Frederic Amat artista?
—Vivo día a día, no pienso en el futuro. Pienso en el futuro desde el concepto de la solidaridad de la sociedad, que es un tema que me preocupa mucho y sobre el que reflexiono mucho, pero como artista soy incapaz de imaginarme en el futuro. Sé que aún tengo muchas cosas que hacer, entre ellas una buena pintura, y confío en lograrlo antes de irme.