Hoy traigo un tema que me parece muy bonito, aunque, a menudo malinterpretado. Me refiero a la compasión.
Cuando nombro esta palabra, suele provocar cierto rechazo, y ello quizás sea porque, tradicionalmente, la tenemos asociada a sentimientos de lástima y de conmiseración.
Normalmente, pensamos que significa compadecerse de alguien que sufre, lo que puede colocar a la persona que compadece por encima de la que padece, teniendo sobre ella cierta superioridad e incluso poder.
Sin embargo, yo me refiero a otra definición de la palabra compasión que me parece mucho más hermosa y equitativa. Es la definición que da el Dalai Lama: “Que todos los seres vivos, incluido yo mismo, sean felices y estén libres de sufrimiento”.
Y subrayo el “incluido yo mismo” porque muy a menudo nos cuesta enormemente dirigir este tipo de sentimientos hacia nuestra propia persona. Pero de eso hablaré un poco más adelante.
Desde ese nuevo enfoque, sentir compasión por alguien no nos situaría por encima de esa persona, sino que nos moveríamos en un plano de igualdad. Desear de verdad que alguien sea feliz y esté libre de sufrimiento, lejos de encogernos el corazón y hacernos sentir mal por el otro, provoca todo lo contrario: alegría, acercamiento, apertura, unión, bondad… compartir esos buenos deseos nos hace sentir más cerca y establece lazos de cariño y comprensión.
En general, se trata de enviar buenos deseos a las personas, no para que dejen de sufrir, (eso no está en nuestra mano), sino, precisamente porque están sufriendo.
A la hora de practicar, con nuestros seres queridos ese tipo de compasión nos surge espontáneamente y nos resulta muy fácil. Querer de verdad a alguien conlleva desearle lo mejor y querer que sea feliz.
Sin embargo, el tema se complica bastante más si se trata de sentir esos buenos sentimientos hacia personas con las que no nos une ningún lazo especial. Nos resulta difícil con alguien que nos resulta indiferente. Pero, es mucho más difícil todavía, hacerlo con alguna persona con las que tenemos algún tipo de conflicto o problema y que nos inspira rechazo y negatividad. Y es precisamente ahí donde la palabra compasión cobra más importancia.
Si tenemos un problema o conflicto importante con alguien y continuamente alimentamos el rechazo enviándole sentimientos de odio, probablemente, no solo no vamos a resolver el problema, sino que, casi con toda seguridad, lo vamos a agravar aún más. El otro percibe ese odio, a su vez nos envía el suyo, y el problema crece más y más.
Esos sentimientos negativos en cierta forma son una resistencia que surge en nosotros desde el miedo, como una manera de defendernos y de protegernos, no tanto de la otra persona en sí, sino del conflicto que ambos mantenemos. Como no nos gusta nada e incluso nos asusta mucho, ponemos en medio esa barrera de rechazo. Sin embargo, el resultado no es la protección, seguridad, paz y calma que nos ayudaría a llevar mejor la situación, sino todo lo contrario. El problema se enquista e incluso se agrava cada vez más.
Por supuesto que no es nada fácil cambiar esa dinámica, dejar de lado el rechazo, y proponernos, a pesar del conflicto, desearle lo mejor a nuestro “enemigo”. Incluso es muy posible que, al principio, nos resulte imposible. Sin embargo, si nos permitirnos intentarlo, podremos comprobar cómo las cosas empiezan a cambiar sorprendentemente.
Hacerlo requiere un cambio de actitud importante, pero, supone entender que el otro es un ser humano igual que nosotros y que, todo lo que hace, aunque sea erróneamente o nos perjudique en algún sentido, lo hace porque quiere ser feliz. Y precisamente eso es lo que queremos nosotros también. El deseo de ser felices y de librarnos del sufrimiento nos une a todos, aunque a veces la manera de conseguirlo pueda resultar equivocada.
Desde ese nuevo punto de vista, quizás pueda resultarnos más fácil sentir que el otro, igual que nosotros, también merece ser feliz y estar libre de sufrimiento. Y desearle eso genuinamente, nos ayuda a tomar distancia del conflicto que nos enfrenta y a verlo desde su perspectiva y no desde la nuestra. Podría ayudarnos a entender sus motivos y, en cierta manera, a comprenderle.
Por supuesto, no hace falta expresar esos buenos deseos en persona. Se pueden simplemente sentir y enviarlos con el pensamiento. Pero, al hacerlo, nuestra actitud cambiará y seguramente el otro percibirá ese cambio y también cambiará. Y ese es un excelente primer paso para empezar a solucionar las cosas.
Pero, hay otra persona con la que nos resulta especialmente difícil practicar la compasión, y es con nosotros mismos.
Nos surge muy fácilmente enviar amor y cariño a los que queremos, pero, no estamos nada acostumbrados a hacerlo hacia nosotros. Más bien al contrario: ser muy críticos y auto-exigentes y enfadarnos mucho con nosotros mismos cuando nos equivocamos, es algo que nos sale de forma automática. Pero, ¿qué tal si, cuando hacemos algo mal, o cuando estamos sufriendo, probamos a enviarnos amor y cariño, tal y como lo haría nuestra madre o nuestro mejor amigo? Si nos cuesta, siempre podemos imaginar que es alguien muy querido quien nos los envía. Y, está claro que con ello no podremos eliminar nuestro sufrimiento, pero, sí podremos reconfortarnos y sentirnos mejor.
Y tú, ¿practicas la compasión?
Sin comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Periódico de Ibiza y Formentera
De momento no hay comentarios.