Su trabajo consistía en transportar cada día en barco a los obreros encargados de la reforma y los materiales necesarios para llevar a cabo la rehabilitación de la casa, que en aquel momento estaba en ruinas. «Solo quedaban cuatro piedras en pie. No tenía techo y hasta había alguna higuera en el interior», explica. Para volver a levantarla llegaron a trabajar hasta 20 personas que tardaron unos tres años en completar la reforma, ya que cuando había temporal la barca no podía navegar hasta Tagomago.
Una vez terminada, Pep se quedó como guardés de la propiedad durante 21 años, los mejores de su vida, porque este trabajo le permitía pescar y cultivar tomates, cebollas o sandías en un pequeño huerto: «Había pasado tantas peripecias como marinero que Tagomago me devolvió la vida».
Eulària, su esposa, se trasladaba a Tagomago a pasar pequeñas temporadas y recuerda que, al principio, tenían que dormir en colchones porque en la casa no había ni muebles. «A mi me gustaba mucho ir. Era muy tranquilo y estábamos como de vacaciones porque no teníamos que hacer nada», explica la mujer.
Las únicas visitas que recibían eran la de algunos amigos pescadores que iban en barco a la isla y, una vez al año, al dueño de la casa que pasaba un mes junto a su familia. Entre las anécdotas que cosecha, Pep recuerda la ocasión en que recibió la visita sorpresa de Carolina de Mónaco junto a su entonces marido Ernesto de Hannover, familiar del propietario de la mansión.
En otras ocasiones, en cambio, se vio obligado a sacar incluso un rifle para sacar a un grupo de visitantes que se coló en la casa y se metió en la piscina. Sin embargo, con la excepción de una visita de la Guardia Civil que se presentó a la casa para revisar unas máquinas, asegura que nunca tuvo una experiencia desagradable: «Cuando venía gente a la isla no les prohibía el paso. Solo si estaba el dueño y se acercaban a la casa les decía que no molestaran», cuenta.
Él mismo cuenta cómo, con quince años de edad, iba en barca a Tagomago a pescar gerret o a buscar huevos de gaviota. «Cuando era pequeño muchas veces pensaba que me gustaría vivir allí», dice con una sonrisa rememorando un deseo que se cumplió con los años.
Con la llegada de Matthias Kühn a la isla, las visitas de personas en yates o en helicóptero se hicieron más frecuentes. Aunque Pep no quiere entrar en polémicas, dice que le gustaría que la gente pudiera visitar Tagomago sin problemas. «Si quieren ir a ver el faro no hacen ningún daño», afirma.
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