El miedo solo se rompe saltando. Hace una semana, mientras leía la obra de una escritora ibicenca, una chica se tiró por el balcón. Al principio solo escuché golpes y preferí aislarme entre aquellas páginas que me devolvían a la vieja normalidad, esa en la que brindábamos con chupitos de hierbas ibicencas Familia Marí Mayans en restaurantes o discotecas. Pero el ruido fuerte y rotundo no cesaba y claramente eran patadas. Cuando me asomé la vi. Era muy joven y gritaba a alguien que aparentemente la había encerrado en la terraza. Antes de que pudiese preguntarle si estaba bien, se encaramó a la barandilla y en vez de descolgarse cogió impulso y se lanzó a la calle. Sus gritos desde el suelo eran aterradores. Llamé al 061 y la ambulancia tardó poquísimo en llegar. Una decena de vecinos bajaron para arremolinarse a su alrededor intentando socorrerla o saber qué había ocurrido. El médico me decía al otro lado del teléfono que no la movieran. Vino la policía, testifiqué y se la llevaron inmovilizada e inconsciente.
No hemos sabido dónde está, y la cortina y la puerta corredera de su piso permanecen exactamente igual que aquel día. Ese no es el tipo de miedo al que debemos hacer frente, de hecho nadie tendría que sufrir una situación de desesperación de tal calado que le lleve a no pensar y a huir sin paracaídas. Al final todo se trata de no tener un Plan B, de no saber cómo salir, cómo superar algo extremo, como le ocurre a quienes nos gobiernan, pero también a epidemiólogos, a sanitarios y a amigos a los que ya no podemos abrazar. No nos están dando cifras de suicidios, pero la tasa de personas desesperadas debe estar aumentando a niveles alarmantes.
Hoy he leído que el calor parece no afectar al puñetero bicho y que el verano no será un factor que nos dé un respiro para volver a respirar sin mascarilla y sin ansiedad. No sabemos nada sobre el comportamiento de este virus esquizofrénico que afecta en menor medida a los suizos, por su carácter frío y su distancia social inoculada desde la cuna, y que comienza a causar estragos entre los cálidos mexicanos. A este demonio verde, rojo o azul, píntenlo como quieran, le gusta colarse en nuestros suspiros sin hacer distinciones entre unos u otros, aunque le van más los maduritos y los cariñosos y, a diferencia de la gripe, esa prima lejana con la que cada día tiene menos que ver, los 30 grados a la sombra del agosto ibicenco no parece que logren combatirlo. Si la situación hoy es esta y la posibilidad de que contemos con una vacuna eficiente al alcance de toda la población mundial se estira ya hasta dentro de dos o tres años en la mejor de las previsiones, lo tenemos jodido. Puede que americanos, chinos o alemanes nos cuenten milongas sobre descubrimientos récord y hagan sus primeros pinitos, pero es complejo que volvamos a bailar en Pacha luchando entre cientos de cuerpos para alcanzar el baño la próxima temporada.
Hoy, sin embargo, y a pesar de todo esto, he saltado al vacío y he comido con mis amigos. En nuestra nueva normalidad hemos intentado abrazarnos con los ojos, con los codos y hasta con los culos. Mi zurda no ha molestado a ningún comensal, gracias a lo espaciados que nos hemos sentado en la mesa, y he decidido no llevar mi karaoke porque podía convertirse en un foco de contagio (o al menos así me lo ha hecho creer mi novio, creo que para poner los oídos de nuestra tribu a salvo). Lo peor han sido las manitas suplicantes de las mellizas pidiéndonos encaramarse a nuestros brazos... Qué asco da esta ‘nueva normalidad' y qué difícil nos va a ser aprender a convivir con ella, porque ha llegado para quedarse presentándose como la única manera de evitar un nuevo colapso sanitario. Eso sí, al menos, estamos aprendido a saltar el miedo de fase en fase.
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