Varias personas hacen cola para entrar en el Mercadona. | Daniel Espinosa

Supongo que la logística para perpetrar un robo debe ser similar a la de ir al súper. Ropa cómoda y fácil de quitar para depositarla de forma directa en la lavadora, una gorra que nos cubra la mitad de la cara y el pelo (evitando así que alguien nos reconozca y ose saludarnos), guantes para no dejar huellas y una mascarilla cubriéndonos el resto del rostro.

No era algo que tuviese programado ni que desease hacer, pero la cancelación de mi último pedido online en una gran superficie me ha obligado a vestirme como si fuese a hacerme con el diamante más grande del mundo en una operación secreta que debía ejecutar en la más absoluta soledad. He bajado al garaje mirando hacia todas partes, con una moneda en el bolsillo, 5 bolsas grandes de plástico de las buenas, las llaves del coche, la tarjeta de crédito, el carnet de conducir, el DNI y algo parecido al pánico cosido a la tripa, como único equipaje.

He saludado a Toni, mi portero, mientras rezaba porque me arrancase el coche. En las películas ocurre muchas veces que cuando el ladrón está a punto de iniciar su fechoría más legendaria algo así se lo impide, pero no ha sido el caso. Lo he puesto en marcha y acto seguido he sentido una náusea acuciada por la mascarilla que, no sé si a ustedes les ocurre, pero a mí me huele como las bolsas para vomitar que nos ponían de pequeños en los autobuses cuando nos llevaban de excursión a los pueblos de al lado. Espero acostumbrarme a esa sensación, porque parece que será el nuevo complemento de este verano-otoño-invierno. Los escasos 5 minutos que me separaban del supermercado me han parecido eternos y los he conducido mirando hacia todas partes por si la policía me paraba y necesitaba demostrar que estaba sin conservas, sin aceite y sin nada con lo que aplacar la ansiedad de estos 39 días de confinamiento. He llegado hasta el aparcamiento y un señor mayor se me ha adelantado llevándose con un gesto triunfador el último carrito. Con aire abatido he recorrido a cámara lenta con mis cinco bolsas, demasiado grandes y coloridas para la ocasión, los metros que me separaban de la otra parada donde sí que he podido introducir mis 50 céntimos para comenzar el circuito rápido de alimentos necesarios.

Lo llevaba todo en una lista que había repasado tantas veces que casi había memorizado. Con la cabeza agachada y manteniendo la distancia de seguridad con el resto de compradores, he ido cogiendo todo lo que necesitaba: harina de repostería, frutos secos y nachos ecológicos incluidos, no vayamos a sufrir ansiedad durante este encierro que cada dos sábados nos regala otra prórroga de 15 días. Casi he necesitado uno de esos teléfonos compuestos de dos yogures y una madeja de lana para comunicarme con las pescaderas, a quienes he tenido que pedir los mejillones, el bacalao y el pulpo a gritos y entre risas.
En uno de los pasillos, el del chocolate sin lactosa para ser más exactos, he visto a dos conocidas y me he hecho la sueca. No es que yo sea antipática, pero el último día una persona osó abrazarme y ahora temo el contacto más que a los kilos. Cierto es que aquello ocurrió el día antes de que se decretase el estado de alarma y que entonces no sabíamos lo que se nos venía encima, pero ya saben… más vale prevenir. Sea como fuere, he hecho lo que tenía que hacer: llenar el carro de forma discreta y huir del escenario para no volver.

Al llegar a casa me he ido corriendo a la ducha para quitarme el cargo de conciencia, el miedo y los posibles virus que pudiesen haberse sumado a mi delito. No sé si podré acostumbrarme a esta nueva forma de ver el mundo en la que algo tan cotidiano y sencillo como ir al súper se ha convertido en el argumento de este artículo.