Torrijas.

Las tengo delante mientras les escribo. Hoy ya me he comido una y ayer cayeron tres o cuatro, prefiero no llevar la cuenta. En este caso fuimos nosotros quienes repartimos tupper a los vecinos. Hacía muchos meses que seguía una dieta estricta, impuesta por el digestólogo y por la alergóloga con idéntico criterio, en la que tenía prohibidos muchos alimentos con el fin de reestablecer mi flora intestinal. Debería haber terminado este mes de abril, así que me la he saltado a la torera. El azúcar y los hidratos se encontraban entre esa lista de productos que no debía consumir, del mismo modo que la mayoría de las frutas y verduras, amén de los lácteos a los que tengo un nivel muy alto de intolerancia. Pero esta Semana Santa me ha robado mucho más que mis buenos hábitos en la mesa, y por eso he sucumbido al pecado de las torrijas.

Mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos deberían estar aquí conmigo. Hoy, de hecho, debería presentar la Ruta de la Sal y cenar después en San Antonio con todos ellos. Me subiría a un escenario, con un vestido bonito, me arreglaría y sonreiría mucho. Sin embargo mis planes ahora mismo se reducen a lo que haré hoy para comer y para cenar, a practicar algo de pilates si saco fuerzas y ganas, tal vez a leer y a devorar esa otra torrija que me mira de soslayo.

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Dice mi novio que durante este confinamiento hay dos tipos de personas: las que están haciendo más deporte que en toda su vida y quienes están cocinando como sino hubiese un mañana, y que cada día los segundos fagocitan en mayor medida a los primeros. Yo reconozco que soy más de las que se meten entre fogones porque, aunque no soy una persona vaga, al contrario, tengo un problema de hiperactividad que me está pasando factura y me cuesta mucho relajarme y dedicarme al noble arte de no hace nada, sí que reconozco que con el ejercicio soy perezosa. Eso sí, si pudiese cogería la tabla de paddle surf y me iría a zambullirme en el mar, lo he estado haciendo esta noche en sueños, o a jugar un partido de pádel con mis amigas, aunque hace tres años que no empuño una pala. Si nos estuviese permitido, le daría un paseo a RAE de dos horas y después me tomaría un vinito en algún chiringuito de la playa de Talamanca. Pero nada de eso es posible. Estamos confinados y aquí me tienen, comiendo torrijas, un postre que nunca habíamos hecho y que sabe a casa, a hogar y a amor de madre. Anoche nos enviamos en nuestro chat familiar una foto para compartirlas con los nuestros y a todas les pusimos un papón leonés. Para no mentirles les diré que no he sido yo quien ha mojado el pan en leche sin lactosa y ha hecho una delicada reducción de vino. No han salido de mis manos esas delicias con sabor a limón, a miel y vainilla, sino que ha sido mi chico quien me ha endulzado el día.

La Semana Santa es para muchos una época de vacaciones, para otros de recogimiento y de devoción religiosa y para los de más acá una fecha que nos recuerda a la familia irremediablemente, y que nos hace sentirnos más presos y más lejos de ellos que nunca. Al menos tenemos la certeza de que «resucitaremos» y de que en algún momento, no sabemos cuándo, todo volverá a la normalidad. Nosotros a nuestra dieta y las torrijas a casa de nuestros padres.