Todos dicen que éramos felices y que no lo sabíamos, pero no es cierto, algunos hemos sido siempre conscientes de ese olor que emanan las vidas apacibles en las que el miedo duerme en un rincón oscuro. Tal vez seamos los mismos que sentimos un día la nariz pegada al averno, el fuego consumiéndonos y los corazones mutando hasta hacerse viejos. Somos nosotros, los que logramos salir de allí, de ese infierno en el que habitan monstruos de los que ni siquiera osaron hablarnos cuando éramos pequeños y que se visten de enfermedad o de muerte ajena. Es curioso que nuestro principal temor no sea nuestra despedida, sino la de las personas que amamos. La soledad lacerante, la que corta y sesga amores, es la peor guadaña que existe.
Una de las pesadillas más recurrentes que estoy teniendo estos días de confinamiento es que mis ángeles, porque jamás los llamaría fantasmas, vuelven y me abandonan, o tal vez no lo hacen, y soy yo la que regresa a aquellos años en los que los problemas eran juegos de cartas. Son ellos, pero no como yo los recuerdo. Ya no me quieren y eso me rompe el alma. Tengo una dicotomía y no sé si alegrarme porque al menos están vivos, aunque no deseen compartir sus senderos conmigo. Pero eso solo me ocurre en los sueños, porque al despertar tengo un cuerpo templado cerca que me quita el frío y espanta al miedo. Las noches son lo peor de este confinamiento, porque alumbran todos los escenarios que no nos atrevemos a sacar a escena cuando la luz nos protege.
Yo era feliz y sí que lo sabía; de hecho, lo sigo siendo. Durante este confinamiento estoy aprendiendo a dejar de correr y a tumbarme al sol para escuchar la nada. A regodearme en la ducha, a cantar las canciones completas, sin prisa, a grabarlas y a volver a escucharlas para intentar ser parte de ellas. Estoy empezando a pintar cuadros sin querer terminarlos o a cocinar platos imposibles y a no enfadarme si las cosas no salen como yo las veo. Escribo despacito intentando hacer buena letra y creyendo que incluso lo consigo. Limpio y me parece hasta divertido o monto cajones de madera y les pongo ruedas.
Durante este encierro, curiosamente, me he quitado varias mochilas que me pesaban mucho. Responsabilidades que solamente yo me había impuesto y que no me permitían mirar hacia arriba. ¿Han probado una noche de estas a tomar una copa de vino mirando las estrellas desde sus ventanas o a despertarme arrullados por los pájaros y garzas que nos recuerdan que la primavera sí ha llegado y que es igualmente hermosa?
Ayer cogí un ramito de flores silvestres del descampado al que bajo a RAE cada día, como cuando era niña y se las llevaba ilusionada a mi madre al salir de clase, y me encontré con unos ojos igualmente hermosos aceptándolas, agradeciendo ese gesto pequeño, casi infantil, pero tan lleno de todo. Mientras pueda recostarme cada noche sobre el pecho de mi compañero para compartir el silencio seguiré diciendo que soy feliz, y agradeciéndole a la vida todo lo que me ha permitido saber verlo. Mañana ya veremos cómo vestimos nuestras nuevas rutinas o cómo llenamos el puchero, sea como fuere debemos aprender a seguir mirando con estos nuevos ojos que han aprendido a parpadear mejor y más despacio.
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