Tel Aviv (Israel), 20/03/2020.- Medical crews of the Israeli Emergency Medical organization Magen David Adom demonstrate a test at the 'Check and go' complex for mass testing for coronavirus COVID-19 infection at the Hayarkon Park Parking Lot in Tel Aviv, Israel, 20 March 2020. According to Israeli media reports, the country's Mossad intelligence agency has brought 100,000 test kits to Israel in order to prevent the spread of the Coronavirus COVID-19. Citizens were instructed to stay in homes and only go out for urgent needs. EFE/EPA/ABIR SULTAN Coronavirus in Israel | ABIR SULTAN

Hoy hace una semana que estamos confinados en casa y parece que hubiese pasado un siglo. Lo peor no son los siete días que hemos sorteado, sino saber que nos quedan muchos más sin poder salir de nuestros hogares más que para lo justo.


Intento pensar en aquella vez en la que tuve que estar más de 15 noches sin salir, cuando me rompí el dedo gordo del pie con una botella de vino –del de cocinar, no seáis mal pensados– mientras cocinaba y en el dolor que me laceraba en tareas tan sencillas como ir al baño. No dejo de recrear los meses encerrada que pasé durmiendo en el sofá de un hospital con el miedo y con el dolor amortajándome por dentro, o la gripe que me tuvo en una ocasión dos semanas en cama cubierta de sudor y delirando.


Intento evocar que hubo días peores para consolarme y para reñirme cuando se me llenan los ojos y me ahogan los gritos. Como dice Marta, mi socia, amiga y psicóloga, que es todo lo que se necesita si estás tan loco como para montar una empresa, somos como montañas rusas y el vértigo nos nubla a ratitos la mirada para, acto seguido, hacernos soltar una carcajada vestida de humor negro. Menos mal que hablo con ella todos los días y que este desierto en el que se está convirtiendo nuestro mundo tiene oasis como ella.
Lo lamento mucho, pero me cuesta muchísimo estar positiva. Hago todo lo que puedo para espantar el miedo, ya sea cantando, cocinando o, la mayor parte del día, trabajando y escribiendo para otros, pero cada vez que se cuela un informativo en mi salón no puedo evitar caer presa del llanto. Es horrible lo que estamos viviendo, tan duro, tan inhumano y confuso. Ancianos encerrados en residencias; sanitarios desconsolados porque no pueden hacer nada y temen dejar de ser de ayuda cuando el bicho se les meta dentro, ante la ausencia de medidas de protección; familias encerradas en habitaciones; médicos que tienen que decidir en urgencias a quién salvar a quién no; cajeras que nos dan de comer con el pánico dibujado en los ojos; repartidores que nos dejan los pedidos en el ascensor para no vernos, para que no nos miremos ambos y nos reconozcamos vulnerables, y niños que se están haciendo mayores a golpe de estado de alarma.
Entre tanto desconcierto, entre tanto desatino, una amiga me ha contado que su hermana ha dado negativo en las pruebas del coronavirus y no saben el soplo de aire fresco que ha supuesto recibir una buena noticia. Ellas, que han estado semanas separadas, en las que le ha tocado vivir dos encierros: el de Italia, donde ha pasado la cuarentena, y el de Ibiza, donde nada más volver tuvo que hacinarse en una habitación en la que no cabían los abrazos. Estos días, las dos se han escrito por teléfono a pesar de compartir pared con pared. Todos los besos que tenían guardados, todas las lágrimas con las que querían bañarse juntas, esa copa de vino que necesitaban tomarse, sin palabras, sentadas en su sofá de toda la vida, han tenido que esperar demasiado. Pero ella es el milagro del día, porque la prueba ha salido negativa.


Me las imagino fundidas en una durante minutos, riéndose, llorando y saltando. Ahora están divulgando una lista de canciones positivas con muchos artistas de Ibiza para que las cantemos todos los días a las ocho, cuando salgamos a aplaudir para espantar fantasmas y ovacionar a nuestros nuevos héroes cotidianos.


Puede que en este instante estén brindando o es probable que estén compartiendo en silencio un rato de lectura, unas palomitas o una serie de Netflix. No me quiero colar en sus rutinas ni en sus vidas; solo me alegro tanto de ser su espectadora al otro lado del teléfono que necesitaba dedicarles esta bitácora para decirles que su final feliz es también el nuestro.


Gracias, porque este fin de semana mi piso es más grande que todas las cárceles juntas.
Estos días la libertad y la esperanza se pasearán a ratitos por nuestros hogares para recordarnos que lo peor está por llegar, pero que tenemos que seguir cosiendo historias bonitas para cambiar el mundo y hacer que las palabras oscuras, como «negativo», puedan parecernos terriblemente hermosas.